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Ortodoxia y heterodoxia
En Chile, la reacción inicial a la arquitectura moderna fue el resultado de una postura a la vez sincretista y pragmática. La arquitectura moderna fue vista como otro nuevo estilo, análogo a los del pasado, basado en formas y expresiones originales; pero el significado inherente de su relación con un conjunto de nuevas ideas y valores no fue percibido. En otras palabras, la arquitectura moderna fue vista como una nueva oportunidad ofrecida por Europa (aprovechable para demostrar habilidad profesional y como prueba de la conexión con las nuevas corrientes), y no como una manifestación del espíritu renovador de la era.
ORTODOXIA / HETERODOXIA ARQUITECTURA MODERNA EN CHILE
En Chile, la reacción inicial a la arquitectura moderna fue el resultado de una postura a la vez sincretista y pragmática. La arquitectura moderna fue vista como otro nuevo estilo, análogo a los del pasado, basado en formas y expresiones originales; pero el significado inherente de su relación con un conjunto de nuevas ideas y valores no fue percibido. En otras palabras, la arquitectura moderna fue vista como una nueva oportunidad ofrecida por Europa (aprovechable para demostrar habilidad profesional y como prueba de la conexión con las nuevas corrientes), y no como una manifestación del espíritu renovador de la era.
En contraste con lo que sucedía en Europa, en Chile las nuevas ideas fueron apropiadas por arquitectos entrenados en el Beaux Arts qué trabajaban de forma tradicional. Su educación les llevó a interpretar la arquitectura moderna en términos puramente formales, incorporando estas formas en su práctica compositiva habitual.
Sergio Larraín García-Moreno, que vivió en Europa en su juventud antes de recibir el título de arquitecto en Chile, es un buen ejemplo de este enfoque. Su edificio Oberpauer [Fig.I], una tienda por departamentos construida en 1929/30, presentaba una fachada caracterizada por la alternancia de bandas opacas y transparentes, en medio de la solidez de las fachadas del centro de Santiago, y en una clara analogía con ciertos edificios realizados por Mendelsohn en Berlín. Esta obra, que representa una de las primeras expresiones de vanguardia en América del Sur, es una excepción en el contexto más bien tradicional de la producción de esta oficina dirigida por Larraín junto con Jorge Arteaga. Un ejemplo aún más significativo del enfoque meramente estilístico hacia la arquitectura moderna es el Edificio Santa Lucía [Fig. 2] que Larraín y Arteaga construyeron casi dos años más tarde, en que la vista parcial de la construcción (sugerida por su posicionamiento) mitiga la simetría rígida de la fachada.
Estas obras, expresiones de un cierto ascetismo formal, claridad ornamental, y el uso ocasional de nuevos estilemas (como las ventanas corridas), incorporan elementos característicos del modernismo temprano. Pero esta operación de claridad formal oculta los vestigios de conceptos estructurales tradicionales, como si durante la realización de diseños Beaux Arts hubiese ocurrido una interrupción antes de la aplicación de las fachadas exteriores. La presencia apenas velada de una estructura clásica en estos y otros edificios de la década de 1930 es indicativa de una actitud generalizada en América del Sur, basada en el escepticismo con respecto a un nuevo comienzo, y una preferencia tácita por la continuidad histórica en lugar de una ruptura radical con el pasado.
La asociación de lo moderno con determinados requisitos programáticos o funcionales es evidente; este estilo, de hecho, se utilizó en grandes almacenes (como en el caso del Oberpauer), y hospitales, como la clínica de Santa María (1939) de Eduardo Costábal y Andrés Garáfulic [Fig.3], quienes completaron esta obra mientras también trabajaban en proyectos más tradicionales, como la Basílica de Lourdes [Fig.4].
1939 fue el año del terremoto de Chillán, hecho que provocó graves daños a las ciudades del sur de Chile. La reconstrucción ofreció una oportunidad para discutir y poner a prueba los principios de la arquitectura moderna. La polémica suscitada por la llegada de Le Corbusier a Chile para participar en las obras de reconstrucción y la planificación de la ciudad de Santiago es un buen ejemplo de este debate. Quienes aprobaron su venida eran aquellos que conscientemente sostenían visiones vanguardistas, mientras que los opositores eran partidarios de un proceso más evolutivo y pragmático de modernización.
A principios de la década de 1940 fue surgiendo una generación de arquitectos que, sin dejar de ser fiel al sistema de trabajo de las generaciones anteriores, también abrazó abiertamente la causa de vanguardia. Ellos consideraban que la arquitectura moderna era la única respuesta adecuada al espíritu de los tiempos; un imperativo ético que no dejaba lugar a la duda o la transigencia. La arquitectura moderna ya no era vista como una entre muchas alternativas expresivas, sino que era considerada (aunque con una cierta superficialidad en términos de teoría) como la única respuesta válida a las nuevas necesidades históricas y sociales; esta evolución fue alentada por las políticas de modernización del gobierno de Pedro Aguirre Cerda.
Algunas de las figuras de esta generación guiaron las oficinas más importantes de la década de 1950, como la de Emilio Duhart (inicialmente en sociedad con Sergio Larraín y luego en solitario), y la de Bresciani, Valdés, Castillo y Huidobro. Estas oficinas tuvieron un papel fundamental en la difusión de la arquitectura moderna en Chile. Una especie de enfoque naturalista, junto a una creencia radical en el potencial y estrategias de las experiencias de la posguerra, fueron acompañadas por un nuevo intento de adaptar estas experiencias a las características particulares de cada lugar (una preocupación que representa una constante cultural, no sólo en Chile, sino también en otros países de América Latina). La naturaleza radical de esta creencia en el programa moderno, junto a una poética de la adaptación, define este momento cultural como la característica común de esta generación.
Desde este punto de vista, y porque es característica de la situación en el momento, vale la pena recordar la Unidad Vecinal Portales [Fig.5], construida a fines de 1950 y comienzos de 1960, que interpreta el esfuerzo realizado para adaptar la racionalidad de un grupo de unidades de vivienda a los edificios preexistentes de un centro agrícola abandonado y al paisaje de Santiago. También en Santiago, el edificio de las Naciones Unidas de Emilio Duhart, Christian de Groote y Roberto Goycolea [Figs. 6-7], concluido a mediados de los años sesenta, es una de las obras más interesantes de la época, una expresión del esfuerzo por conciliar las formas de un tardío Le Corbusier con la racionalidad de la Bauhaus, aunque interpretado y presentado como un expresión de la especificidad del lugar, como el resultado de una reinterpretación de la arquitectura tradicional y la manifestación de un carácter específicamente americano. Las reacciones de Europa y los Estados Unidos a estos edificios demostraron que todo esto correspondía a las expectativas existentes en relación con la arquitectura latinoamericana.
Hacia fines de la década de 1940, de forma casi imperceptible, una sensibilidad distinta fue tomando forma entre pequeños grupos de arquitectos que eran críticos de las posiciones del establishment arquitectónico en Chile. Desde una perspectiva particular, compartieron algunas de las preocupaciones de los jóvenes arquitectos de la Europa de posguerra. El desarrollo de su posición estaba conectado a los procesos de reforma en las universidades chilenas durante esa misma década.
La escuela de Valparaíso, liderada por Alberto Cruz y Godofredo lommi, y el taller de Juan Borchers con sus discípulos, son dos casos representativos de una nueva situación. Estas dos realidades, a pesar de ciertos contactos en las primeras fases, se desarrollaron de forma independiente, pero en paralelo. Mientras que la primera se orientó hacia una visión poética de la arquitectura, el segundo hizo hincapié en el pensamiento sistemático y el uso de las matemáticas y la geometría. Ambos estaban de acuerdo en reconocer la dimensión teórica de la arquitectura como expresión de las situaciones naturales, tecnológicas y sociales específicas. Y ambos comparten además un profundo interés por la realidad de la sociedad americana, explorando la posibilidad de establecer nuevas relaciones entre la modernidad radical y la tradición, evitando tanto la opción neovernacular como la poética de la adaptación.
EL TALLER DE JUAN BOCHERS:
EL CUERPO DE LOS ACTOS
Nacido en Punta Arenas en 19I0 de padre alemán y madre española, Juan Borchers fue influenciado por la inmensidad geográfica y la atmósfera cosmopolita de su ciudad natal. Durante sus estudios de arquitectura en la Universidad de Chile, participó en los primeros movimientos estudiantiles para la reforma educativa. Completó sus estudios más tarde que la mayoría de sus compañeros, pero durante sus años de estudiante viajó bastante, observando arquitectura en América, Europa y África, llevándolo a una visión casi única (en el Chile del momento) de la arquitectura y su relación con el pensamiento moderno. Sus ideas están expresadas en un gran número de escritos inéditos.
Laprimera exposición sistemática de su pensamiento puede encontrarse en su Institución Arquitectónica (Editorial Andrés Bello, Santiago, 1968), un volumen que contiene una serie de conferencias realizadas entre 1964 y 1965. Para Borchers el estilo internacional dominante fue el último eco de la poética funcionalista-tecnológica del siglo XIX. Tomando las ideas del teórico holandés Dom van der Laan como punto de partida, pensó en la arquitectura (expresión del mundo artificial como algo opuesto al mundo natural, que es más cercano al campo de acción de ingeniería) como una disciplina autónoma, con su propio lenguaje. Aunque reconoce la afinidad entre sus posiciones y las de Le Corbusier, Borchers criticó algunos aspectos del pensamiento del arquitecto suizo. En su último libro, Meta Arquitectura (Mathesis Ediciones, Santiago, 1975) propuso un sistema numérico como una alternativa al Modulor de Le Corbusier.
Por otra parte, al comentar la noción de espacio de Zevi, Borchers dice que considera la realidad física del cuerpo arquitectónico como fundamental, a la vez que postula que el material real y específico de la arquitectura radica en los actos humanos a los que da forma. Siguiendo las ideas de Nietzsche, Borchers concibe la arquitectura como una batalla entre lo ‘apolíneo’ y lo Vionisiaco’, un arte dirigido no tanto a los sentidos como a la voluntad, para usar los términos de Schopenhauer.
Aunque no practicaba la arquitectura como una profesión, Borchers desarrolló su actividad teórica en estrecha relación con la idea del proyecto. A su alrededor creció un taller que incluía a figuras como el arquitecto chileno Isidro Suárez y el español Jesús Bermejo. El grupo desarrolló una serie de proyectos (la mayoría de los cuales nunca fueron construidos, siendo desarrollados con variadas contribuciones de los distintos miembros), como intentos de dar una forma concreta a las ideas de Borchers.
El proyecto de la Cooperativa de Servicios Eléctricos de Chillán [Fig. 8] fue probablemente el más importante, debido a la densidad y la radicalidad con que se refleja la evolución de las ideas del grupo. El edificio, diseñado entre 1960 y 1964, y construido entre 1964 y 1965, a primera vista parece ser una reelaboración de las formas posteriores de Le Corbusier, sometidas a una especie de énfasis, dando al hormigón armado un carácter puramente plástico. El volumen de la construcción se inserta de forma ordenada en la fachada continua de un bloque tradicional. En el interior, un espacio de doble altura es simultáneamente sostenido y ocupado por una agrupación de columnas basadas en el encuentro entre dos conos; una rampa y una escalera, en el mismo espacio, permiten el movimiento vertical. La pendiente de la rampa conduce a un volumen independiente, suspendido frente a la elevación sur. La escalera, un elegante prisma flectado, conduce a la terraza superior que está colmada, como en los edificios de Gaudí, con tragaluces y chimeneas. Todos estos elementos son volúmenes independientes, elementales, como los llamó Borchers, en consonancia con el concepto de «hecho atómico» esbozado por Wittgenstein en su Tractatus. Los hechos arquitectónicos, en el sentido del término que utilizaba Le Corbusier, se identifican aquí con estas formas elementales que intensifican la disposición volumétrica de la obra en la búsqueda de ese estado de «fisica hecha carne» con que Borchers identificaba a la arquitectura. La luz, vista como la cuarta dimensión arquitectónica, penetra el volumen por los lados norte y sur a través de fachadas concebidas como filtros arquitectónicos, y a través de varios tragaluces en el techo. La rigurosa utilización de los números en la geometría de la obra, expresión de los ejes de la serie definida por Borchers, no deben ser interpretados como un mecanismo de control estético, sino como un código que articula los hechos arquitectónicos y los actos propuestos por la obra.
LA ESCUELA DE VALPARAÍSO:
EL ESPACIO DE LOS ACTOS
Alberto Cruz y Godofredo lommi nacieron en 1917, en Santiago y Buenos Aires respectivamente. Cruz, de la misma generación que Emilio Duhart, estudió arquitectura en la Universidad Católica de Santiago. Él era un joven profesor universitario cuando introdujo los principios de la arquitectura moderna en un curso preparatorio, y jugó un rol importante en la reforma educativa que se llevó a cabo en la Universidad Católica de Santiago a fines de la década de 194o.
Godofredo lommi, después de haber estudiado economía en Buenos Aires, dirigió su atención a la poesía. Se trasladó a Chile, donde estuvo en contacto con el círculo del poeta Vicente Huidobro, y mantuvo fluidas relaciones con los movimientos artísticos de vanguardia. Su encuentro con Alberto Cruz, aproximadamente en 1950, marcó el comienzo de una amistad intelectual que llevaría a cabo un diálogo profundo entre la arquitectura y la poesía moderna.
La invitación a enseñar en la Universidad Católica de Valparaíso en 1952 ofreció a ambos la oportunidad de poner sus ideas en práctica. Bajo la guía de Cruz y lommi, y con la participación de una serie de jóvenes arquitectos, en la universidad se formó un grupo para desarrollar investigación en un contexto de trabajo colectivo, una decisión que influiría en la obra posterior del grupo. El instrumento seleccionado para este experimento fue la fundación de un Instituto de Investigación de la Arquitectura y el Urbanismo.
El encargo para diseñar una pequeña capilla en el Fundo Los Pajaritos [Fig.9], cerca de Santiago, le dio al grupo su primera oportunidad de poner en práctica sus ideas. La capilla nunca se construyó, pero el diseño, desde su publicación en 1954, sigue siendo un punto de referencia fundamental. El texto de la publicación que presentó el diseño era de igual importancia, demostrando la capacidad de la arquitectura de construir su propio discurso teórico.
Al considerar qué forma arquitectónica era la más apropiada para la oración, los creadores de esta obra pensaron en una serie de experiencias concebidas como actos, que luego serían poéticamente trasladadas al diseño.
En términos formales la capilla fue concebida como un cubo de luz, como una forma de ausencia, una figura no evidente. La aparente simplicidad del volumen oculta la complejidad de la articulación de una serie de cubos de diferentes tamaños, dispuestos simétricamente en algunas partes, y de forma asimétrica en otras, dentro de un prisma virtual, similar a dos cubos, uno sólido y uno vacío. El cubo de luz tomó forma de acuerdo a la iluminación del espacio interior: la fuente de luz superior, oculta por el techo falso, reflejada en las paredes concebidas como pantallas casi inmateriales que enfatizan gestos, actos, e imágenes. Diversos pasajes en el texto que acompañaron a la publicación del proyecto, explícitamente discuten la base tecnológica de la arquitectura moderna, y la posibilidad de considerarla como uno más entre los muchos estilos de la historia de la arquitectura. Más que la posible utilización de formas (ya sean nuevas o tradicionales), lo que emergió fue la noción de un espacio moderno, visto como una especie de sustrato poético y material de una vida compleja y contradictoria, en la que se encuentran pasado y presente, ordinario y extraordinario, popular y refinado.
La evolución de la arquitectura moderna en Chile parece tener lugar entre dos extremos opuestos: el profesionalismo ortodoxo y posiciones alternativas bien definidas. A pesar de esta posición aparentemente paralela, se han registrado interacciones que han tenido resultados fértiles, como puede verse en la Iglesia del Monasterio Benedictino de Las Condes, construido en la década de 1960 [Fig.10].
A mediados de la década de 1970, la ideología de la arquitectura chilena pasó por una crisis a raíz del éxito de la moda posmoderna; esto fue acompañado por un intento de recuperar la historia y las tradiciones. En algunos aspectos, esta crisis fue similar al impacto de la modernidad, y una vez más tomó la forma de un proceso de adaptación a las necesidades de un nuevo período. La ausencia de un discurso teórico y una visión verdaderamente crítica hizo muy difícil el proceso. Tras una década, y después de la menguante influencia del pensamiento modernista, en un momento de complejidad deconstructivista y ascetismo del nuevo minimalismo, las condiciones fueron propicias para la formación de un panorama cultural que pudiese contener procesos similares a los de décadas anteriores. La esperanza de que la arquitectura —actualmente inmersa en un período de frenética actividad constructiva— pueda volver a alcanzar una fisonomía precisa que garantice su reconocibilidad como arquitectura, puede ser alentado por un reconocimiento consciente del potencial de las posiciones extremas de la experiencia chilena, con toda su profundidad y valor crítico.