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Modelo y matriz
Este número ARQ 7, se gestó en base a una revisión de intenciones, una vuelta a mirar las aspiraciones. Estas intenciones/ aspiraciones se centraron fundamentalmente en dos aspectos que son importantes a la hora de situar el próximo momento de una publicación. La primera de ellas es la de apertura.
Abrir esta revista al pensamiento arquitectónico y más aún en un sentido amplio, a la creación artística. Abrir al pensamiento y a la creación ya sea proveniente de nuestra Escuela o de cualquier otro lugar, no sólo nos parece bien sino necesario.
La segunda intención es alcanzar un rango en cuanto al nivel de los temas a tratar, de modo de servir como cultural.
Existen pocas publicaciones, no se debe perder de vista la importancia de esta tribuna. La materialización de estas intenciones ha sido el desafío de este
número 7 que ‘aparece más tarde de lo esperado, pero siempre a tiempo.
El cuerpo como fundamento arquitectónico
Introducción
Fue leída en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona en octubre de 1981. No es propiamente un resumen aunque presenta sus argumentos fundamentales.
El presente artículo se origina en un trabajo de Tesis Doctoral titulado «Los Cuerpos del Edificio. Un estudio de la figuración arquitectónica del cuerpo en Alberti Boullée y Le Corbusier», realizado por su autor y dirigida por Helio Piñón.
Fue leída en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona en octubre de 1981. No es propiamente un resumen aunque presenta sus argumentos fundamentales. Más bien se trata de una reflexión y una reelaboración del texto de la tesis que quiere desarrollar y precisar algunas de sus conclusiones.
De alguna manera este artículo constituye también un homenaje agradecido a los miembros del Tribunal presidido por Josep Muntañola y formado por Rafael Moneo, Helio Piñón, Ignacio Solá-Morales y Josep M. Sostres, a algunas de cuyas discusiones y consideraciones responde.
El escrito de Helio Piñón que acompaña este artículo, fue presentado como «informe», parte necesaria de los trámites de lectura de la tesis. Sin embargo, resulta ser mucho más que un informe burocrático, constituyéndose en un documento que no sólo sitúa el trabajo y el artículo mismo en un contexto preciso, sino que yendo mucho más allá, participa de la discusión misma que la tesis propone, tanto en sus implicaciones específicamente arquitectónicas y cognoscitivas como en las del con texto universitario en que se plantea. Es probable que las apreciaciones acerca de su autor resulten excesivas, sin embargo mutilarlo constituía una intervención injusta en su estructura pensada unitariamente, por lo que he preferido transcribirlo íntegramente.
Mis mayores agradecimientos por tanto, para Helio Piñón sin cuya ayuda la tesis no se hubiese realizado, para las sabias observaciones que durante su desarrollo hizo Rafael Moneo, para los miembros del Tribunal por su interés y el nivel de su discusión, así como para tantos sin cuya ayuda este trabajo no hubiese sido posible.
El tema del cuerpo humano ha estado ligado a los problemas de la arquitectura desde la antigüedad. Concretamente, su vinculación a la teoría del proyecto, asumiendo por cierto modalidades muy diversas, es bien patente desde que ésta aparece con un carácter sistemático en occidente. Por un motivo o por otro, en efecto, el tema del cuerpo ha llegado a constituirse en fundamento arquitectónico.
Puede decirse en síntesis, que esta relación entre el cuerpo humano y la arquitectura se ordena en torno a dos polos fundamentales: el de la imitación y el de la adecuación.
En el primer caso el cuerpo pasa a constituir el modelo según el cual la obra se construye. Desde esta perspectiva él representa un grado de perfección en el mundo de lo construido, que arranca a fin de cuentas de la condición a que todo edificio aspira: su vitalidad. En el segundo, es más bien la relación sujeto-objeto la que ilumina esa condición insoslayable de servicio que distingue a la arquitectura en el conjunto de las artes. El cuerpo pasa a actuar entonces como una suerte de matriz a la que el edificio ha de ajustarse en determinados puntos o niveles.
Dicho en otras palabras, frente a la figura del cuerpo, ya como modelo ya como matriz, la obra de arquitectura ha sido entendida como un objeto construido a la manera del cuerpo (como el cuerpo) o a la medida del cuerpo (para el cuerpo). Es en estas dos modalidades -al fin y al cabo dos modalidades de figuración, en el sentido que el término figura tiene en el pensamiento de Wittgensteirr que se resume esta antigua relación de cuerpo y arquitectura, caracterizada por esa dialéctica constante entre imitación y adecuación.
Tanto la riqueza de significados como la profundidad mitológica que algunas de estas dos versiones de la relación cuerpo – edificio ha alcanzado en determinados momentos históricos -basta pensar en el caso del Renacimiento y la vinculación entre canon y teoría de la proporción en arquitectura- constituyen una tentación permanente hacia un tratamiento.
Es cada vez más improbable, que el informe del tutor de una tesis doctoral se interprete como algo más que la legitimación -que la autoridad o el prestigio – de quien lo redacta, ofrece a un trabajo con el que se supera un trámite administrativo y que, en la mayoría de los casos, apenas presenta otros valores que el simple hecho de existir; cuanto más se aproxima la tesis doctoral a la condición de último escollo a superar para acceder a determinado status universitario, tanto más tiene el informe del tutor de benevolente permiso para que el ingreso se produzca. Este hecho, en tanto que históricamente determinado -no imputable a una coincidencia de relajos individuales sino al modo en que desde ciertos estamentos se interpreta el espíritu de los tiempos-, no provoca, por lo común, grandes problemas, más allá de la eventual desazón moral a alguno que otro bien intencionado.
Poco se puede hacer contra tal situación, desde la acción individual que trascienda el simple testimonio ético y, por tanto inútil. Pero su asunción, aunque sea desde el más lúcido de los escepticismos, resulta particularmente dolorosa cuando se trata de un trabajo que presenta la singularidad del que ha motivado la redacción de estas líneas: singularidad en la personalidad de su autor, en las condiciones en que se ha producido y en el nivel de calidad alcanzado.
El hecho de haber tratado a Fernando Pérez Oyarzun a lo largo de los dos últimos cursos, dentro y fuera de sendos cursos de doctorado desarrollados en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, además de las relaciones que la tutoría lógicamente implica, me autoriza a esbozar algunos aspectos de su personalidad intelectual, directamente relacionados con el trabajo que aquí comento. Desde un primer momento me sorprendió esa agudeza teñida de madurez que campea en su aproximación a cualquier tema: la auto exigencia se relaciona, en cada momento, con una pasión por el conocimiento cada vez más difícil de reconocer en quienes hacen de la actividad intelectual su modo de aproximación a la realidad. Agudeza que le lleva a cuestionar críticamente cualquier canon interpretativo poniendo a prueba su capacidad cognoscitiva; y madurez que le hace desconfiar de la fascinación vanguardista desde la consciencia de que no es por medio de una constante sustitución de «tabulas rasas» como se construye la historia. Preocupado por el conocimiento de los problemas de la arquitectura sin brillantes, pero esquemáticas, oposiciones entre presente y pasado, que confían su radicalidad al poder ejemplificador de las parábolas históricas. «Una cosa es que un texto de Joyce sea auto referencial y otra, la muerte del lector», en estas palabras, redactadas a propósito de la relación entre el sujeto y la estructura en la arquitectura de Peter Eisenman, Fernando Pérez Oyarzun está, en el fondo, saliendo al paso del principio básico de la neo vanguardia cri más rigurosamente histórico del tema, que privilegie uno de los dos aspectos puestos en juego por este trabajo. Sin embargo, aquí se ha escogido una opción diferente debido a los siguientes motivos:
a. El interés histórico que adquiere el proceso a través del cual estos dos polos de imitación y adecuación interactúan entre sí, consiguiendo alternativamente la primacía y acentuando con ello de manera muy diversa la condición de una serie de fenómenos arquitectónicos a que esta introducción del factor del cuerpo da lugar en la teoría de la arquitectura.
b. Porque a partir de la noción de figuración y más concretamente de. la obra de arquitectura como una forma de figuración del cuerpo humano es posible pensar ambos fenómenos desde una perspectiva unitaria y con ello hacer más patente un secreto parentesco que ha vinculado estos problemas a lo largo de la historia.
c. Por último, porque interesa preguntarse si, a pesar de sus versiones más recientes -desde algunas recuperaciones de la ordenación antropomórfica de la forma arquitectónica a El Modulor y las versiones más puramente tecnológicas de la ergonomía- éste no es un tema ligado a lo que Peter Eisenmann ha denominado cinco siglos de arquitectura humanista. De ser así, y de iniciarse una nueva era de autonomía del objeto arquitectónico, nos encontraríamos frente a un tema cuyo interés sería en efecto solamente histórico, o cuya inclusión en el discurso del proyecto con -temporáneo no tendría más que un sentido puramente lúdico o, cuando más, reminiscente.
Remontándonos a los orígenes, el antropomorfismo recurrente en la organización del mundo construido de las manifestaciones culturales más tempranas no parece ser sino el reflejo de cómo el cuerpo huma no proporciona el modelo más cercano tanto para la comprensión como para la ordenación del mundo. Por otra parte, la condición de objeto a-la-mano en que se inscribe la ordenación de estas construcciones, en especial en sus versiones más domésticas, ponen de manifiesto una ausencia de distancia entre el habitante y su medió construido. Aún así ni ese antropomorfismo inicial puede ser interpretado como una pura incapacidad para el ejercicio de un pensamiento abstracto; ni esta familiaridad con las reglas de la propia acción reducida al esquematismo de una aproximación funcional. La vitalidad de un pensamiento mítico y la dimensión simbólica de unos usos fuertemente ritualizados son dos elementos indispensables para la comprensión de esta temprana introducción del cuerpo en el fundamento del mundo construido.
Entrando ya en lo que es propiamente una teoría de la arquitectura auto consciente de su existencia. como disciplina, las referencias al cuerpo humano hechas por Vitruvio en su tratado aluden simultáneamente a dos cuestiones que, siendo diversas aparecerán de allí en adelante frecuentemente entremezcladas. Por una parte está la búsqueda de una fórmula con capacidad para explicar una construcción lógica y a la vez reproducir la complejidad morfológica del cuerpo humano; en buenas cuentas el viejo problema del canon proporcional. Por la otra, el de los sentidos en que el cuerpo humano puede entrar a constituir fundamento en arquitectura. El interés que presenta el argumento del canon consiste en que, tácitamente, cuerpo humano y edificio aparecen ya inicialmente emparentados en una común complejidad morfológica que resulta difícil de ser reducida a cualquier fórmula. En cuanto a los sentidos de la consideración del cuerpo humano, Vitruvio sintetizará casi la totalidad de los temas surgidos en la antigüedad desde el origen mítico de los órdenes al problema de las correcciones ópticas, pasando por el clásico planteo de un sistema proporcional.
Cuando Alberti retoma este argumento, muchísimos siglos más tarde, y luego de él casi todos los tratadistas desde el Renacimiento al Barroco, no hace por tanta no prolongar el desarrollo de uno de los mitos más profundos y más duraderos de la historia de la arquitectura.
Esfuerzo de depuración que encarna la actividad teórica de Alberti con respecto a la de Vitruvio, se manifiesta también en el tratamiento separado que recibirán los dos problemas que en Vitruvio aparecen aún entremezclados. El problema del cuerpo como fundamento arquitectónico aparecerá en el De Re Aedificatoria mientras la cuestión del canon recibirá un tratamiento independiente, y por cierto muy original, en el De Statua.
Sea cual sea el matiz que los diversos tratadistas dan al tema del cuerpo, es evidente que en todos ellos se privilegia la vertiente de la imitación del cuerpo por sobre la de la adecuación. Aunque ciertamente esta imitación no tiene para todos ellos el mismo significado. Mientras para algunos -el mismo Alberti entre ellos- el cuerpo aparece como un modelo de interrelación lógica entre las partes, en otros -basta recordar a Filarete- se tientan los límites de una posible anatomía arquitectónica en un sentido prácticamente literal. Privilegiar esta vertiente de la imitación significa privilegiar los aspectos representativos de la obra de arquitectura. Más que la postergación o el menosprecio de los aspectos de uso propios de una relación sujeto-objeto planteada en un espacio real, esta circunstancia indica más bien que éstos no ocupan un plano propiamente argumental en el discurso. Sin salirnos del mismo caso de Alberti, no es nada difícil encontrar en su tratado numerosas y penetrantes referencias a problemas de programa o percepción de la obra de arquitectura, y lo propio ocurre con otros tratadistas. Sin embargo, estos aspectos no son sometidos propiamente a discusión. O forman parte de un horizonte de supuestos tácitamente aceptados, o se ubican más bien en el plano del desarrollo que en el del fundamento del proyecto. Es justamente esta situación la que variará sustancialmente cuando haga crisis la visión teórica del Renacimiento. En otras palabras, el cuerpo real del sujeto supuesto por la teoría de Alberti y en general de sus contemporáneos no es propiamente materia de conocimiento sino que forma parte de una base cultural que se supone y no se cuestiona. Es sólo en este sentido que puede hablarse del funcionalismo latente en la teoría de la arquitectura del Renacimiento. La finalidad utilitaria del edificio está tan claramente supuesta, que no se cuestiona mayormente, dedicando lo sustantivo de la discusión a las con secuencias representativas.
Las implicaciones compositivas de esta concepción renacentista pueden resumirse en la comprensión del edificio como un cuerpo integral que establece una relación armónica con sus partes componentes, sin que éstas, por subordinarse a una unidad total, pierdan sentido como tales partes. Esta gradualidad en la construcción tiene su contrapartida en la constante utilización de la articulación como procedimiento compositivo.
Cuando lo que en los tratadistas del Renacimiento aparecía como dado comienza a ser puesto en duda y a constituir objeto de análisis, el funcionamiento perceptivo del cuerpo humano comienza a ocupar un lugar de importancia en los fundamentos mismos de la teoría de la arquitectura. Esta crisis que comienza a perfilarse durante el Barroco, es relativamente coincidente con la «querella de antiguos y modernos» como momento cultural y se manifiesta ya con claridad y con fuerza durante la Ilustración.
La crisis de la concepción tradicional de un canon de proporciones del cuerpo humano ya podía intuirse en el «De Statua» de Alberti. Por otra parte, el supuesto de un sistema proporcional que el cuerpo humano a la vez manifestaba y percibía de un modo espontáneo, va siendo puesto en duda cada vez con mayor fuerza. Una nueva condición del cuerpo en la cual los aspectos perceptivos son claramente puestos sobre los morfológicos, desde un punto de vista semejante al propuesto por Descartes en su «Tratado del Hombre», va a quedar colocada en el centro de los problemas planteados por la teoría de la composición. Esta situación aparece con meridiana claridad en el pensamiento de algunos arquitectos de la Ilustración como Ledoux, Boullée o Le Camus de Mezières. Corresponde a lo que Perouse de Montelos ha denominado «estética natural» a propósito del pensamiento de Boulléj.
Con ello se ha dado un paso significativo para que el cuerpo de actuar como modelo pase a actuar como matriz; concretamente perceptiva y visual. Junto con ello, el tema de los sólidos puros, en un sentido bien diverso al del neoplatonismo y neopitagorismo del Renacimiento pasa a ocupar el centro de la discusión. La gradualidad constructiva de raíz anatómica que caracterizaba el sentido de la composición renacentista es reemplazada por el modelo del cuerpo geométrico homogéneo y unitario que de diversos modos y con diversos matices se convertirá en modelo del edificio.
Los procedimientos compositivos puestos en juego por esta nueva idea de arquitectura, son consecuencia directa del entendimiento del cuerpo humano como sujeto arquitectónico y del cuerpo geométrico como elemento compositivo. En efecto, no sólo el lenguaje del orden es tensado hacia un argumento mucho más geométrico, sino que son la yuxtaposición y la coherencia geométricas los procedimientos compositivos que reemplazan a la articulación típica del Renacimiento. En ambos casos, la integridad del volumen geométrico inicial tiende a ser conservado a través de las vicisitudes tanto programáticas como compositivas del proyecto.
Además de estas consecuencias compositivas, una triple consecuencia teórica se perfila al trasladar Boullee el paradigma arquitectónico desde el cuerpo como objeto físico a la sensación como proceso psico-fisiológico:
a. La ruptura del sentido de mesura, como expresión sensible de lo limitado, que caracterizaba la teoría proporcional del Renacimiento, aprovechando las posibilidades expresivas de la desmesura y lo innumerable. La misma definición de la proporción en función de sus propiedades de REGULARIDAD, SIMETRIA y VARIEDAD, por tanto no necesariamente expresable en números, es otra demostración de la manera en que el fundamento numérico-musical de las proporciones que caracterizaba al Renacimiento ha sido puesto en crisis.
b. El reemplazo del concepto de NATURALEZA-ARTIFICE por el de NATURALEZA-ESCENA, es igualmente coherente con el privilegio del sujeto como espectador de la arquitectura. La imitación de la naturaleza, un tema que pese a todo se mantiene subrepticiamente vigente, se muda de imitación de las leyes de ordenación del mundo, en recreación de un paisaje artificial, a través del cual la arquitectura aspira a alcanzar ese talante sobrecogedor que se manifiesta en el espectáculo natural.
c. La noción de carácter pasa a ocupar el núcleo mismo de la teoría del proyecto, logrando sintetizar los componentes geométrico, sensual y naturalista. En esta situación de síntesis visible de los componentes del proyecto, el carácter, constituye tanto el punto de partida de la gestación del proyecto como la perspectiva desde la cual su eficacia en cuanto obra de arte es finalmente medida.
Este punto de vista está aún bien patente en el primer Le Corbusier, la conexión de cuyo pensamiento con las ideas del siglo XVIII, no ha sido siempre suficientemente puesta de relieve. Sin ir más lejos su propuesta de la obra de arquitectura como «machine a emouvour» se sitúa sin mayor dificultad en este contexto. Si se tiene en cuenta, por una parte, el intento cartesiano de explicar el funcionamiento del cuerpo en términos mecánicos y por la otra, esa obsesión de Boulleé por buscar los principios de la emoción arquitectónica para constituirlos en fundamento de toda obra, se hará clara esta relación. Es evidente que el sentido en que utiliza Le Corbusier el paradigma de la máquina requiere un manejo cuidadoso, que probablemente nos apartaría del sentido de estas líneas; sólo quiero mostrar aquí cómo estas preocupaciones que muchas veces son vistas como el meollo mismo de una postura de vanguardia, constituyen, por el contrario su vertiente más tradicional.
Lo que resulta substantivo para el argumento que se va desarrollando es cómo esa concepción del cuerpo como objetivación del sujeto arquitectónico, en el supuesto de que constituye el principio invariante a que la obra ha de adecuarse, pasa a ocupar el primer plano. Así, del terreno escasamente aparente de los supuestos, esta preocupación se desplaza a un terreno propiamente argumental. Con ello el cuerpo humano, si bien es cierto que en una versión muy distinta, permanece situado en un puesto centralísimo en el fundamento mismo de una teoría arquitectónica. Aún así, esta versión continúa usufructuando de un común sustrato mítico. Es difícil, por ejemplo, no ver en la propuesta el hombre-en-el-cubo de Le Corbusier, ligada dimensionalmente a El Modulor y traducida constructivamente al sistema Brevet (partiendo de un cubo de 2,26 m. de arista), una alusión al hombre-en-el-cuadrado de Leonardo, que ya anunciaba en su mismo gesto vital, una preocupación por la acción ajena por completo a otras interpretaciones del Renacimiento.
El paso siguiente lo constituirá una preocupación por el cuerpo ya no puramente perceptivo y concretamente visual, sino más vinculada a los problemas del uso, donde la facilitación de la acción sea el punto de partida para entrar a considerar la manipulación como una categoría simultáneamente compositiva y pragmática.
Dos huellas decimonómicas se perciben bien claramente en esta actitud. Por un lado la postura de Durand, a quien tan fuertemente preocupó destacar la dimensión de servicio de la arquitectura sobre cualquier aspecto estético o simbólico. Por el otro, Viollet Le Duc quien a través del concepto de «escala» subrayó la relación entre las dimensiones del cuerpo humano y ciertos elementos arquitectónicos más explícitamente de lo que hasta entonces se había planteado.
La entrada del uso, no ya como una tácita posibilidad entregada por la obra, sino como un factor decisivo de su configuración supone lo que en Le Corbusier se denomina un «acercamiento» a la arquitectura, un orden que pertenece más a la distancia de la mano que a la del ojo, que está en la base misma de la propuesta de El Modulor y que asumida en su dimensión más simbólica, dará origen al monumento de la mano abierta en Changdigarh.
Provista de un carácter más sistemático que inspirador, el tema de la antropometría ocupará también un puesto importante en la enseñanza del Bauhaus. De este contexto surgirá un manual como el de Neufert, de vastísima difusión y también numerosa descendencia, que recoge una vieja preocupación del ámbito cultural germánico en torno a estos temas.
Pero la consideración del tema del cuerpo en los programas del Bauhaus va mucho más allá de la cuestión antropométrica. El aporte de Oskar Schlemmer – que habla por otra parte tentado una interpretación poético-mecánica del movimiento humano en sus coreografías – consistió en un intento de unificar desde los aspectos más prácticos hasta los más cosmológicos de intervención del cuerpo humano en el fenómeno arquitectónico.
Lo que tienen en común la consideración del cuerpo tanto de Le Corbusier como del Bauhaus, es esa afirmación del fenómeno arquitectónico como perteneciente a un espacio real del uso, al mismo tiempo que la esperanza de alcanzar de un modo completamente continuo desde este nivel del uso, las dimensiones simbólicas y aún metafísicas de la arquitectura. El cuerpo como objetivación de ese sujeto actuante sería el mismo protagonista del viejo mito clásico que en el fondo, y tal vez muy ingenuamente, la arquitectura moderna aspira poder reescribir desde sus orígenes. Aún cuando esta actitud no sea completamente clara, es la única que puede explicar la dimensión simbólica en que se tratan algunos de los problemas antropométricos mucho más allá de sus eventuales implicaciones técnicas.
El cuerpo aparece por sí mismo rodeado de un aura mágica y de alguna manera parece que la vuelta al cuerpo pudiera asociarse a la vuelta a un esplendor considerado clásico. Aún confusiones como las que aparecen en El Modulor entre problemas de proporción y de escala, arrancan de esta creencia.
Sin embargo, el centrarse tan radicalmente como ocurrió en el cuerpo del sujeto, en cuanto determinante de la composición arquitectónica, no anula el tema del cuerpo como modelo directo de la obra, cuya vigencia permanece subyacente. Como se viene sosteniendo desde los inicios de estas notas, el destino del tema del cuerpo del sujeto y del objeto arquitectónico permanecen estrechamente vinculados. Si el nacimiento de una estética de la percepción durante el siglo XVIII había traído consigo una reducción geométrica-operativa del lenguaje arquitectónico, la radicalización de esta postura y su generalización hasta constituir propiamente la fuente del carácter simbólico de la arquitectura, llevó consigo una cierta desintegración del cuerpo de la obra, como si más que en cuanto objeto concluso y actuante ésta interesa se en cuanto un proceso en factura, mostrando el camino de su propio hacerse como argumento central. Si la articulación constituía una clase compositiva en la teoría de Alberti, la desarticulación adquiere un carácter semejante con respecto a esta arquitectura. La manipulación pasa a constituir entonces no sólo la instancia explicativa de la arquitectura en el plano de su uso, sino también en el de su orden.
Pero no es solamente que el centrarse en el sujeto acarree la desintegración del modelo anatómico en arquitectura, sino que también esta comprensión biológica del sujeto desplazará el plano en que el proceso de imitación se desarrolla. Así desde la imitación lógico-constructiva o fisiognómico-emotiva se pasa a una imitación marcadamente fisiológica.
A fin de cuentas y en su versión más radical el funcionalismo no será sino la generalización de una particular comprensión de la relación biológica órgano-función al terreno de la arquitectura. No es casual entonces que sea desde una preocupación por una ordenación cibernética que se perfile la versión más radicalmente sistemática del funcionalismo: la propuesta metodológica que asumió durante algunos años la contribución teórica de Cristopher Alexander.
Aún en el mismo Le Corbusier, y sin llevar el argumento al plano metodológico, hay el nacimiento de una estética visceral (¿qué es la obsesión por la circulación si no la hipertrofia de una comprensión biológica?) particularmente clara en sus últimas obras, como el edificio para la Olivetti o el Palacio de Congresos de Estrasburgo. La corrosión de la estética purista de Le Corbusier y su desplazamiento hacia unas formas mucho menos geometrizadas, en un sentido elemental, corre paralela en su pintura y su arquitectura y puede fijarse biográficamente sin muchas dificultades alrededor de los años 30, coincidente con una preocupación por la representación del cuerpo humano. Una anatomización en la cual se ha pasado de la expresividad representativa a la figuración del funcionamiento.
De hecho la arquitectura del Movimiento Moderno parece haber oscilado entre 2 polos originadores: por una parte su adhesión a los principios de los movimientos pictóricos de vanguardia y por la otra el desarrollo de los motivos ya puramente simbólicos, ya técnicos y programáticos que encarna el mito del funcionalismo. La preocupación por la consideración del cuerpo parece por lo general más ligada a esta segunda veta que a la primera. Cuando ésta se extreme en movimientos como el Archigram, la arquitectura tiende casi a desaparecer,’ disuelta en una pura condición propicia del ambiente. Resulta entonces irónico que algunas de sus propuestas vuelvan, por la increíble vía de reformular en términos tecnológicos el antiguo tema del sarcófago a ocuparse de la figura del cuerpo humano.
La radicalidad de muchas de estas posturas ha ido apareada a lo efímero de su desarrollo y de su influencia. Hasta la misma preocupación antropométrica ha sido relativamente incapaz de formular se en términos significativos como para realmente fundar la operación arquitectónica y por la vía de un desarrollo básicamente técnico ha ido quedando vinculada más bien a la esfera de la ingeniería del diseño.
Sin contar con todo aquello que quede incorporado al acervo inconsciente del oficio, el hecho es que es más bien desde una preocupación por el objeto arquitectónico, desprovisto tanto de una intención humano figurativo como de toda referencia demasiado literal a las determinaciones de la forma arquitectónica por su uso y su manipulación, que han surgido las propuestas y las preocupaciones más novedosas de los últimos 15 o 20 años.
Peter Eisenman es quien con mayor fuerza y también con mayor rigor y claridad teórica, ha planteado esta discusión que, para él, constituye el punto de arranque de un momento radicalmente nuevo en la historia de la arquitectura, caracterizado en lo fundamental por un punto de vista no humanista en la comprensión de los problemas y las operaciones de arquitectura. En esta dirección fundamental la postura de Eisenman no se aparta demasiado de las de Rossi o Venturi, quienes desde contextos culturales o posturas estéticas diversas, proponen una arquitectura centrada en la exploración de sus posibilidades lógico-simbólicas. Más aún, la propuesta de Eisenman incluye una interpretación y una valoración del contenido de toda la arquitectura moderna, puesto que para él, es en esta atención a la autonomía del objeto arquitectónico, a su gestación y a las posibles operaciones de su desarrollo que reside la auténtica modernidad del Movimiento Moderno, importantemente oculta por el peso de otra serie de preocupaciones tradicionales, entre ellas la del funcionalismo.
Buscando una tradición de esta postura quizá haya que examinar el caso de Mies van der Rohe para encontrar un interés centrado en el objeto, donde aún la perfección técnica ha dejado de entenderse como un medio para conseguir determinados objetivos, llegando la constitución misma de la forma a hacerse protagonista del proyecto.
Es una postura como ésta de atención hacia la condición del objeto arquitectónico la que sedujo a Eísenman en la obra de Terragni, proponiéndole un punto de partida para su propia obra. Es, por tanto, en esa versión miesiana del funcionalismo, silenciosa, más referida a las posibilidades implícitas en la condición material de la obra, que permite y aún condiciona poéticamente la acción humana, pero no la sigue en anécdota formal alguna, que habría que buscar los fundamentos de una arquitectura no humanista.
La conocida afirmación de L. Kahn en el sentido de que «el orden es» alude precisamente a este hecho: la función se encuentra, por así decirlo, disuelta o implícita en las posibilidades de la forma y ésta última, a su vez, la formaliza de un modo determinado. La forma de la arquitectura no es entonces resultante de una operación de adición en que cada elemento está funcionalmente orientado, si no de una condición sintética que tiene la capacidad de ordenar la acción humana. Ello desde una preocupación por la perfección constructiva en Mies, desde una asociación de material, geometría y luz en Kahn, o desde el ensayo de construir poética y material -mente la idea de tipo en Rossi. No es demasiado difícil ver en es tas actitudes cómo el cuerpo propio de la arquitectura vuelve a reclamar especial atención por sí mismo, por así decirlo consciente de su propio peso, frente a ese sueño aaltiano por aligerarlo y reducirlo a una interpretación poética del confort.
¿Cuál es, sin embargo la posibilidad de este cuerpo que, reconstituido en la versión de objeto, reclama su autonomía, libre de toda reminiscencia figurativa del cuerpo humano, puesto que, en este contexto, tanto imitación como adecuación vendrían con claridad a ser reconocidas como dos formas variantes de figuración del cuerpo humano? Esta pregunta no es acaso otra que la pregunta por la viabilidad una arquitectura no humanista, más allá del recurso retórico, no sólo en su capacidad operativa sino aún en la posibilidad misma de su formulación.
Como ha puesto de relieve Ortega en «La Deshumanización del Arte», la actitud vanguardista pretendía liberar la actividad artística de su condición de servicio, aún de servicio expresivo. Lo que ha ocurrido es sin embargo, más bien la renuncia al control preciso sobre el servicio o sobre el contenido expresivo del arte, los que adquieren a la vez que un talante exploratorio, una connotación y un horizonte mucho más generales. La alienación radical de todo servicio o expresividad por parte del arte nos llevaría probablemente a la frontera misma de su ausencia de sentido. Ello es, si cabe aún más válido para la arquitectura ligada desde sus orígenes a la interpretación artística de los propios actos humanos.
A partir de este hecho de carácter general es posible hacer algunas observaciones en relación al posible condición no humanista de una arquitectura moderna que, aparentemente, restaría todo interés a una preocupación por el tema del cuerpo humano.
Es necesario, en primer lugar, poner de manifiesto cómo esta actitud que introduce el tema de une cierta epistemología arquitectónica, oculta otra forma de preocupación por la relación sujeto-objeto. Es así como la aparición del tema de la memoria en Rossi o de la relación entre estructura profunda y estructura superficial en Eisenman, manifiestan un evidente interés por la relación sujeto-objeto, sólo que éste se ha desplazado desde el terreno sensible de la preocupación al más estructural de la comprensión.
La «estética natural» del siglo XVIII suponía que era la manera de ver la que ordenaba una cierta manera de hacer arquitectura. En este caso, es una manera de aproximarse a la comprensión arquitectónica, más allá del terreno de la percepción sensible, la que adquiere un carácter normativo con respecto a los procedimientos empleados en la construcción de la forma. Acaso la diferencia fundamental entre estas posturas y tanto la del Renacimiento como la de la Ilustración, consista en el carácter relativo que adquiere la hipótesis básica desde la cual se construye una cierta idea de arquitectura. En esta postura discretamente escéptica hay una modernidad a la que no es posible renunciar, a pesar de las referencias que en los respectivos contenidos pueda haber a la tradición o a la historia.
Al extremar o cambiar de plano esta comprensión de las relaciones sujeto-objeto como fundamento arquitectónico, no desaparece, y más aún, tal vez se agudiza la limitación indudable que caracteriza a este punto de partida: cada vez más la arquitectura deviene signo, preciso y mediatizado, limitándose a un proceso de trasmisión de un mensaje codificado. Es aquí cuando el tema del cuerpo como modelo vuelve a aparecer en toda su vigencia. Más allá de las inspiraciones directamente figurativas, el modelo del cuerpo ha representado la huida de todas las fórmulas y de todas las metodologías. Por una parte la dificultad de reducir la morfología corporal a una fórmula precisa de trazado y por otra la permanente posibilidad de ser sorprendido por algún nuevo sentido que arranque de su condición viva, son dos propiedades que a través de la historia se ha intentado recomponer en la obra de arquitectura. De este modo, si la consideración de la relación sujeto-objeto constituye una instancia indispensable para subrayar la pertenencia de la arquitectura a un espacio histórico y real, la vertiente complementaria, esto es la consideración del cuerpo como modelo de la obra, es una contribución decisiva a la diferenciación ontológica de geometría y arquitectura. Desde este punto de vista el resultado, entendido como síntesis que va más allá de la simple adición de sus componentes, supera a la resultante, como simple final de un conjunto de operaciones. En una formulación tan acertada como sintética, lo ha dicho Juan Borchers de este modo: «un tetraedro no es un diamante».
Las dos direcciones básicas, por tanto, en que el cuerpo humano ha entrado a constituir fundamento en arquitectura, no sólo son sucesivas en su desarrollo histórico, sino también simultáneas y hasta podría decirse que complementarias. Es simultáneamente como modelo y como matriz que el cuerpo humano es figura de la arquitectura y tal vez es sólo desde esta doble comprensión que puede llegar a afirmarse que la arquitectura no sólo representa al cuerpo, sino que en su condición de obra de arte, representa una cierta comprensión del cuerpo.