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Estudios patrimoniales
EL PATRIMONIO Y SUS DESAFÍOS CONTEMPORÁNEOS. COMPRENDER, PROTEGER, TRANSFORMAR
- LAS IMPERCEPTIBLES MUTACIONES DE UNA IDEA
El lento desplazamiento de los fenómenos históricos nos impide, muchas veces, percibir cambios que se producen imperceptiblemente y, al cabo de un tiempo, dan lugar a un estado de cosas completamente diverso. Así ha ocurrido con la noción de patrimonio. Patrimonio ha llegado a ser el concepto dominante para designar lo que, durante los siglos XIX y principios del siglo XX, se denominaba monumento. En el dominio público y aun en instituciones especializadas, muchos siguen todavía tratando ambos conceptos como si fuesen sinónimos. Sin embargo, la nueva designación implica cambios significativos, no siempre evidentes a primera vista. La primera mutación que aparece en el paso de uno a otro concepto es la del universo al que se refieren. Cuando hablamos de patrimonio hoy día, nos referimos a un conjunto no solo mucho mayor, sino también mucho más variado de realidades. Ellas van desde las naturales a las culturales, desde los objetos a los actos sociales.
El interés por preservar los objetos del pasado se asocia a la historia y al estudio sistemático de los acontecimientos pasados registrados en crónicas y anales. Tal interés se vincula también con el deseo de comprender edificios, lugares u objetos del pasado, como las ruinas, que se nos aparecen como misteriosos o inexplicables. En otras ocasiones, fue el peligro de desaparición de aquello que se considera único o de valor lo que detonó la conciencia acerca de la necesidad de su preservación.
El Renacimiento puede considerarse como un punto de partida de los estudios modernos sobre la antigüedad. Tratadistas como Serlio o Vignola registraron sistemáticamente monumentos antiguos. Tales estudios no se agotan en sí mismos y actúan frecuentemente como detonantes o como inspiración de la obra propia de dichos artistas. No cabe duda de que el Renacimiento aportó una nueva comprensión y una nueva valoración de los restos clásicos, pero a partir del siglo XVIII se empieza a mirar lo antiguo con otros ojos: ya no como un modelo a superar o replicar, sino como objetos del pasado que requieren ser estudiados científicamente.
La Revolución Francesa marcó un doble hito en el estudio y protección de los monumentos del pasado. Por una parte, se cuestionó la destrucción de monumentos y se declaró bárbaros a quienes no comprendían la cultura y arrasaron con obras de arte, tumbas y catedrales relacionados con la Monarquía. En 1787 se instauró el concepto de «monumento histórico» refiriéndose a la toma de conciencia del valor patrimonial asociado a la herencia de una nación. Por la otra, en las décadas siguientes a la Revolución y coincidiendo con la invasión de Egipto por parlé de Napoleón se confirmó el interés por estudiar, conocer y registrar científicamente las culturas pasadas.
Durante el siglo XIX la historia se vuelve una disciplina académica fundamental en la enseñanza, especialmente porque se consideraba que reforzaba la construcción de identidades nacionales. Esto llevó a la instauración de todo tipo de instituciones públicas y privadas, clubes y sociedades históricas, que respondían al historicismo de la época, empeñados en la creación y búsqueda de elementos de identificación nacional. Es en este siglo cuando aparece una conciencia moderna del patrimonio. Surgen así expertos dedicados a conservar, mantener y reconstruir objetos del pasado. Tal interés se basó, como se ha dicho, en la emergencia de los valores asociados a los estados nacionales, pero también fue detonado por la conciencia de que el desarrollo, la revolución industrial y aun la modernización cultural, en términos más generales, ponían en riesgo la sobrevivencia de monumentos del pasado, en especial aquellos provenientes de la Edad Media. La novela Notre-Dame de París de Víctor Hugo constituye un buen ejemplo del espíritu romántico de admiración por el medioevo.
Más allá de ello, Hugo defendió la idea de que la arquitectura del siglo XIX había perdido la carga cultural de los edificios medievales y que su importancia declinaría frente a la del libro. Por tal razón se la asocia a menudo al surgimiento de una teoría de la defensa monumental.
El esfuerzo por recuperar y proteger los monumentos del pasado tuvo en Europa diversas manifestaciones. En Francia, Eugene Emmanuel Viollet-le-Duc (1814-1879), arrancando de una comprensión morfológica y constructiva de los antiguos monumentos, promovió su reconstrucción con pocas limitaciones. A partir del conocimiento profundo de las leyes de un determinado estilo, particularmente del gótico francés, Viollet suponía que los monumentos podían ser no solo reconstruidos, sino aún completados sin mayor preocupación por una salvaguardia de su estado original.
Paralelamente, y en las antípodas, surgió en Inglaterra la visión conservacionista de John Ruskin (1819-1900). El crítico inglés representaba la conciencia romántica, moralista y literaria, en contraposición a la restauración estilística del francés VioIlet-le-Duc. Ruskin defendió fervientemente la autenticidad histórica, aceptando y valorando el paso del tiempo sobre los monumentos antiguos. De esta manera, para Ruskin, la vida de un edificio era similar a la de un ser humano que nace, vive y muere, admitiendo únicamente la conservación de los edificios.
Finalmente, en Italia se desarrolla una tercera escuela, la restauración científica, representada por Camilla Boito (1836-1914), quien ha sido considerado por muchos como el fundador de la restauración moderna. La escuela italiana inspiró sus conceptos en las ideas románticas y moralistas de Ruskin, proponiendo la coexistencia de estilos y admitiendo la carencia de unidad. Postulaba además la importancia de la clara diferenciación entre lo antiguo y las adiciones modernas, oponiéndose a los denominados «falsos históricos», es decir, a los intentos de dar a intervenciones contemporáneas una falsa apariencia de antigüedad. El valor de autenticidad iría adquiriendo desde entonces una importancia creciente. En el ámbito italiano, la restauración del Arco de Tito realizada por Raffaele Stern y Giuseppe Valadier entre 1818-1821 ha sido considerada como un acto fundacional de la restauración moderna. Posteriormente, ambos restauradores trabajaron separadamente en la restauración del Coliseo romano proponiendo soluciones opuestas a cada lado del monumento.
En lo que se refiere a proyectos de restauración, la escuela italiana adquirió una importancia considerable estableciéndose la restauración crítica como la corriente que delineó los conceptos clave del restauro científico a inicios del siglo XX. De hecho, se considera que los postulados de Boito inspiraron la primera Carta Internacional de Restauración, la Carta de Atenas de 1931, redactada por Gustavo Giovannoni, su discípulo. Sin embargo, puntos de vista teóricos como los representados por Ruskin y Viollet-le-Duc no desaparecieron completamente de escena, reapareciendo eventualmente en iniciativas de reconstrucción estilística o conservación de ruinas o monumentos. La intervención sobre edificios y monumentos del pasado se instauró, durante el siglo XX, como un campo de reflexión e incluso confrontación continua. Esto tiene que ver no solamente con las eventuales posturas de historiadores, restauradores o arquitectos, sino también con las características, circunstancias o estado de conservación de los monumentos mismos.
En efecto, durante este siglo, se desarrollaron una serie de textos que fundaron la discusión teórica en torno al patrimonio y a la restauración de monumentos. Entre ellos destacan algunos como los de Alois Riegl (1903), Cesare Brandi (1963) y, más recientemente, Franqoise Choay (1992). En 1903 el autor austríaco Riegl publicó Der moderne Denkmalkultus, sein Wesen, seine Entstehung (El culto moderno a los monumentos). Riegl fue encargado de desarrollar un «Plan de reorganización de la conservación de monumentos públicos de Austria» y fue con ocasión de tal tarea que estructuró una reflexión teórica que sirviera de guía, consciente de que la valoración de los monumentos constituía una de las características culturales de su tiempo. El texto ha sido considerado fundamental en la teoría de la restauración, gracias a la incorporación de la noción de valor como elemento clave para juzgar la significación de un monumento. Riegl propuso un conjunto de valores y subvalores referidos al universo de los monumentos. Basó también su teoría en el concepto de Kunstwollen, es decir, la voluntad artística, distinguiendo entre tres tipos de valores: los monumentales, los rememorativos (antigüedad, histórico y rememorativo intencionado) y los valores de contemporaneidad (valor instrumental o valor artístico).
En 1963, el historiador y crítico de arte italiano Cesare Brandi, director del Instituto Central de la Restauración creado en su país en 1939, publicó la Teoría de la Restauración. El texto recoge escritos y lecciones desarrollados en el ámbito del instituto, dando cuenta de los criterios teóricos y la metodología de restauración de obras de arte y definiendo la actividad de restauración como cualquier intervención dirigida a devolver la eficiencia a un producto de la actividad humana. El postulado fundamental de Brandi se resume en que se restaura solo la materia de la obra de arte, pues el campo de intervención de la restauración debe limitarse a la consistencia física de la obra. Este texto además sirvió de inspiración a la Carta del Restauro italiana de 1972.
La historiadora francesa de las teorías urbanas Frangoise Choay publicó en 1992 su texto Alegoría del Patrimonio. Tal como señala en su título, Choay considera la noción de patrimonio como una alegoría de la cultura contemporánea y específicamente de su relación con el pasado. El texto desarrolla los conceptos de monumento, conservación y patrimonio, discutiendo en su introducción la diferencia entre monumento y monumento histórico. El monumento universal, previo a 1420, constituiría una creación deliberada que buscaba revivir en el presente un pasado superado, mientras que el monumento histórico sería una invención europea del Renacimiento y que adquiriría tal carácter a posteriori. Como obra de arte, forma parte del presente vivido. Mientras el primero está expuesto al desinterés y al olvido, el segundo, en cambio, sería objeto de conservación. Probablemente la novedad más visible del texto de Choay en relación con la idea de patrimonio es la expansión de su significado. El patrimonio es un concepto mucho más amplio que el de monumento y se refiere a un universo asombroso, que va desde la gastronomía a las tradiciones orales, de las fiestas a las zonas urbanas. Un término que se ha alejado considerablemente de la idea de monumento. Retrocediendo a la etimología de ambos términos, la autora vincula la idea de monumento a la de memoria, mientras que patrimonio, relacionado con la idea de patris, alude a aquello que hemos recibido de nuestros padres —en sentido amplio del pasado— en calidad de herencia. La expansión de la noción de patrimonio traería para Choay importantes consecuencias sociales e institucionales: «La triple extensión tipológica, cronológica y geográfica de los bienes patrimoniales ha venido acompañada del crecimiento exponencial de su público.
Este proceso expansivo, siendo aparentemente de carácter cuantitativo, oculta tras de sí importantes significados cualitativos. La aparición en el ámbito político de un mayor número de actores que tienen que ver con la protección y gestión del patrimonio ha sido sin duda uno de ellos. Han surgido a lo largo del siglo XX no sólo una amplia gama de instituciones vinculadas a la protección del patrimonio, sino también movimientos y organizaciones ciudadanas que se ocuparán de su preservación. Así, la preocupación por el patrimonio, usualmente confinada al campo del conocimiento experto, se ha expandido a la del conocimiento común, provocando que las cuestiones relativas a la preservación del patrimonio se vuelvan parte de la agenda política.
A todo ello habría que agregar el establecimiento de una línea de estudios críticos sobre el patrimonio que lo considera especialmente como manifestación cultural y supera ampliamente el campo de su eventual protección.
Una de las maneras en que se manifiesta la complejidad asociada a la expansión cuantitativa y cualitativa del patrimonio es bien reconocible en el ámbito urbano. Durante el siglo XX se fue afirmando el concepto de patrimonio urbano. Este ha evolucionado desde la protección de un número limitado de inmuebles de carácter monumental a áreas y zonas urbanas protegidas que no necesariamente presentaban un carácter monumental, sino que se destacaban por su valor de conjunto y que muchas veces tenían relación con las formas de vida de determinados grupos sociales.
Desde el ámbito urbano, la idea de patrimonio se ampliará al nivel territorial a partir de los denominados paisajes culturales (1992). El paisaje aparecerá como un elemento clave para la comprensión y gestión de las ciudades y territorios. El historiador suizo Francois Walter ha planteado, por su parte, cómo el paisaje y los elementos naturales han sido cargados por valores nacionales y patrimoniales. Esto nos lleva al estrecho vínculo existente entre la emergencia de la idea de proteger los monumentos y la de la identidad nacional. Cuando Rodin publica Les Cathédrales de France, se propone destacar su significado para la identidad y cultura francesas. Los paisajes naturales habían comenzado a ser protegidos en Norteamérica a partir de la institución del Sentido de Parques Nacionales. En Europa se comenzó a proteger grandes paisajes sagrados, ampliando espacialmente el patrimonio no solo desde el punto de vista patriótico, sino desde una nueva visión ecológica. Esta mutación de la noción de monumento a la de paisaje cultural u ordinario introduce una nueva escala en la temática del patrimonio.
- LAS CARTAS DEL RESTAURO COMO EXPRESIÓN DE CONSENSOS CAMBIANTES
El siglo XX se caracterizó por la formulación de un conjunto de documentos internacionales denominados «Cartas del Restauro’: Frutos de la colaboración internacional, plantearon el debate acerca del patrimonio a nivel internacional, generando un interés en el tópico en un número creciente de Estados. Las cartas constituyen una clara manifestación de aspectos que aparecieron como significativos a la comunidad involucrada en las cuestiones de conservación y preservación del patrimonio. Una revisión de algunas de las más significativas permite entonces captar cuáles fueron los aspectos en los que se puso más énfasis y cómo estos fueron variando a lo largo del tiempo. Simultáneamente, se crearon nuevas instituciones internacionales que elaboraron políticas e impulsaron diversas iniciativas en relación con monumentos y sitios y, más tarde, de manera más general sobre el patrimonio en su conjunto. Tal es el caso de UNESCO e ICOMOS.
Dentro de los documentos mencionados más arriba, destacan la Carta de Atenas (1931), la Carta de Venecia (1964), la Carta de Cracovia (2000). En el ámbito iberoamericano, destacan la Carta de México, Puebla (1986); la Carta de Quito (1977) y la Carta de Veracruz (1992). En Italia se redactaron las Cartas del Restauro de 1932, 1972 y 1987, asociadas a una amplia labor profesional en el contexto de Istituto del Restauro en Roma.
La Carta de Atenas para la restauración de monumentos históricos, de 1931, sirvió de base y de impulso para las cartas que le sucedieron. La reunión que le dio origen fue organizada por el Consejo Internacional de Museos de la Sociedad de Naciones, a fin de promover la cooperación internacional sobre el tópico. Su primer objetivo fue la colaboración recíproca de los Estados a fin de favorecer la conservación de los monumentos, que aparecen como el foco fundamental de la carta. El documento incluía recomendaciones prácticas en relación con las alternativas posibles de intervención sobre sitios y ruinas: «Cuando se trata de ruinas, se impone una restauración escrupulosa y, cuando las condiciones lo permiten, es acertado volver a colocar en su lugar los elementos originales encontrados —anastilosis—; los materiales nuevos necesarios para este fin deberán ser siempre reconocibles. Recomendaba también el empleo de todos los recursos de la técnica moderna, y en especial del cemento armado en las labores de restauración. Hoy día, muy probablemente dicha recomendación no se haría, debido a la dificultad de reversibilidad propia de este material y a que tal condición se ha vuelto central en las labores de restauración. La valoración de las posibilidades tecnológicas en las tareas de conservación y restauración sigue, en cambio, vigente aun cuando dentro de ciertos límites. La carta plantea el concepto de «conservación preventiva», que ha adquirido importancia a lo largo de los años. Un año más tarde, en 1932, Italia publicaría su Carta del Restauro en Roma, la que fijó criterios de intervención del patrimonio en ese país y que, evidentemente, tuvieron eco internacional.
Uno de los principales aportes de la Carta de Venecia, de 1964, fue la ampliación de la noción de monumento histórico. El documento lo concibe no tanto como objeto aislado, sino como inserto en un ambiente urbano o paisajístico: «Esta noción se aplica no sólo a las grandes obras, sino también a las obras modestas que con el tiempo hayan adquirido un significado cultural. Se introdujo así una ampliación del ámbito a proteger y cuidar. Desde entonces cobraría importancia la significación cultural de edificios y lugares, aunque pudiesen ser eventualmente modestos. La carta fue enfática en recomendar que la unidad de estilo no era el fin de la restauración y que debían respetarse todas las aportaciones que definieran la configuración actual de un monumento. La idea de evitar el «falso histórico» se constituiría en doctrina dominante desde entonces, aun cuando pudiera estar sujeta a discusión en algunos casos específicos.
La Carta del Restauro 1972, publicada en Roma, agregó un anexo con instrucciones para la tutela de los Centros Históricos, un concepto que sería cada vez más frecuentemente utilizado en las décadas siguientes: «Con el fin de identificar el concepto de Centros Históricos, deberán tomarse en consideración no sólo los antiguos centros urbanos tradicionalmente entendidos como tales, sino, más en general, todos los asentamientos humanos cuyas estructuras, unitarias o fragmentarias —incluso si se han transformado parcialmente a lo largo del tiempo— se hayan constituido en el pasado o en lo sucesivo, y tengan particular valor de testimonio histórico, arquitectónico o urbanístico. El interés por estos asentamientos radicaba no solo en su arquitectura, sino también en el valor de la estructura urbanística. A través de ello nuevamente se expandía el ámbito de preocupación internacional acerca de los ambientes construidos merecedores de protección. Tal vez precisamente por ello, las conexiones sociales y las implicaciones económicas de la protección de los centros históricos adquirieron, desde esos años, mayor relevancia.
En el ámbito iberoamericano, las Normas de Quito de 1967 manifestaron la preocupación de la comunidad internacional ante el acelerado proceso de empobrecimiento de la gran mayoría de los países americanos y, consecuentemente, por el estado de abandono en que se encontraba su riqueza monumental y artística. La región destacaba, sin embargo, en recursos monumentales, que iban desde los testimonios de las culturas precolombinas hasta las expresiones monumentales, arquitectónicas, artísticas e históricas del período colonial. Las Normas de Quito marcaron así un hito en cuanto a la conciencia acerca de los problemas específicos planteados por la protección del patrimonio cultural en determinados ámbitos culturales y geográficos. La dimensión económica de dicha protección se iría haciendo más evidente en los años sucesivos.
La Carta de Cracovia, del 2000, lleva el subtítulo de Principios para la Conservación y Restauración del Patrimonio Construid. El documento recogía los impulsos del proceso de unificación europea, con el inicio de un nuevo milenio. Tal circunstancia permitió reconocer un contexto más amplio, en el cual las identidades se personalizan y se hacen más diversas. Se propuso incorporar conceptos como la pluralidad social y, consecuentemente, la idea de patrimonio pasó a concebirse desde la comunidad, aceptando un proceso continuo de evolución que requiere de decisiones de «elección crítica» respecto del destino de los bienes culturales.
En la misma línea, el año 2001, UNESCO publicó la Declaración sobre la Diversidad Cultural. Esta subrayaba las diversas formas que adquiere la cultura en el tiempo, así como la originalidad y la pluralidad de las identidades que caracterizan a los diversos grupos sociales que componen la humanidad. La existencia de tal diversidad ampliaba las posibilidades ofrecidas por un panorama cultural expandido, constituyéndose no solo en una fuente de desarrollo económico, sino en un medio de acceso a una existencia intelectual, afectiva, moral y espiritual satisfactoria. La vinculación entre patrimonio y vida social se hace así más estrecha.
Una inflexión significativa en el pensamiento de la protección patrimonial ocurrió en el año 2003, con la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial. Dicha convención llamó a proteger también los “usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas -junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes- que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural». Tal propuesta, que ciertamente venía gestándose desde antes, inauguró una nueva y ampliada noción de patrimonio. Ella subrayaba la importancia de los sujetos y no solo de los objetos, buscando reconocer la importancia de oficios y tradiciones. Desde ese momento, la artesanía tradicional y las escuelas de artes y oficios adquirieron una importancia significativa al interior de las comunidades organizadas para resguardar sus respectivas herencias. En este contexto y desde el año 2008 se han inscrito 470 bienes culturales merecedores de protección, correspondientes a 117 países. En 2014, por ejemplo, se incluyeron los bailes chinos como representantes de Chile en esta lista, además de compartir con Bolivia y Perú la inscripción en el año 2009 de la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Intangible de las comunidades Aymara.
La introducción de la dimensión inmaterial constituye otra de las mutaciones significativas que ha sufrido el concepto de patrimonio. Al expandirse a usos y prácticas, técnicas y aun seres humanos, en calidad de agentes o depositarios de dichas prácticas, el campo del patrimonio exige no solamente nuevas formas de conocimiento, sino también nuevas estrategias de protección y salvaguardia. Un universo patrimonial que se tensiona, por una parte, entre los polos de lo material y lo inmaterial y, por la otra, entre lo natural y lo cultural está, como se ha insistido más arriba, lejos de la idea original de monumento con la que aún por momentos tiende a confundirse. Es evidente, entonces, que el cambio derivado de la expansión del concepto de patrimonio, que podría aparecer inicialmente como puramente cuantitativo, ha devenido cualitativo, proponiendo nuevos desafíos a su comprensión y a su preservación. Tales desafíos incluyen a las instituciones tradicionalmente encargadas de la preservación patrimonial, a las normativas y leyes que las respaldan y a los procedimientos administrativos que regulan su intervención.
Puede afirmarse que ciertas pautas comunes se han ido estableciendo a través de la evolución del conjunto de estos documentos. En primer lugar, se subraya la importancia de trabajar con equipos multidisciplinarios que incluyan diversas formaciones y profesiones: arquitectos, ingenieros, restauradores, historiadores, químicos, físicos, fotógrafos, biólogos y economistas, entre otros. En segundo lugar, se manifiesta la importancia del registro tanto como herramienta indispensable en los procesos de conservación y restauración cuanto como forma de resguardo cultural. Se ha enfatizado así en la necesidad de generar inventarios y redactar informes previos simultáneos y posteriores a las intervenciones. En tercer lugar, se considera fundamental la elección de métodos eficaces que prioricen materiales reversibles, que no alteren los componentes originales del bien cultural, para que los resultados sean eficaces a corto y largo plazo, buscando prolongar la vida de la obra de arte. En cuarto lugar, se recomienda la realización de pruebas preventivas, una vez elegido el método de conservación. Por último, se ha acentuado en los últimos años la importancia de la gestión patrimonial, analizando técnicamente los recursos necesarios no solo para la protección del patrimonio y su sustentabilidad en el tiempo.
En octubre del 2016, en el contexto de la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible (Hábitat III), que se celebró en Quito, Ecuador, se publicó el «Informe mundial de la UNESCO sobre la Cultura para el desarrollo urbano sostenible, Cultura: Futuro Urbano». Es evidente en este documento que la propia noción de patrimonio aparece disuelta en la de cultura urbana y que tal dimensión se concibe como un componente más, ciertamente fundamental, del futuro de las ciudades y por tanto de su planificación. De hecho, el documento habla de «cultura para ciudades sostenibles». Ciertamente el enfoque temático de Hábitat III pudo haber influido para asumir esta perspectiva, pero puede entenderse también que la propia expansión de la idea de patrimonio ha conducido a ello. De hecho, en la sección de políticas se propone como idea central «integrar la cultura en la política urbana para fomentar el desarrollo sostenible». Se plantea así, para el 2030, un desarrollo urbano sostenible que considere la dimensión cultural de la vida urbana y las complejas relaciones entre la cultura y las transformaciones urbanas. La complejidad del universo abordado en el documento se refleja en su propia estructura. Esta combina análisis y recomendaciones generales con estudios de casos muy específicos que muestran una multiplicidad de situaciones en contextos culturales muy variados. La idea de integrar la cultura en la política urbana supone que el patrimonio no aparece ya como un dominio separado, sino como un vector fundamental de un desarrollo urbano verdaderamente sostenible.
Como puede comprobarse en esta sucinta revisión, los documentos oficiales publicados a nivel internacional reflejan claramente una evolución de la idea de patrimonio y, consecuentemente, de las políticas adecuadas para su salvaguardia. El reciente documento de UNESCO está muy lejos de la Carta de Atenas, aun cuando ocasionalmente se refiera a situaciones similares. Así, desde la preocupación por monumentos y sitios de valor, se ha evolucionado hacia una noción mucho más amplia y compleja de patrimonio. En esta última, la identidad, y consecuentemente la diversidad, ha ocupado un lugar clave. Del mismo modo, las dimensiones inmateriales y contextuales del patrimonio han adquirido una relevancia inédita.
- CONSTRUIR El PATRIMONIO: EL DIÁLOGO CON EL CONTEXTO
La noción que en un determinado momento se tenga de patrimonio cultural tiene relación directa tanto con las políticas de protección como con los criterios de intervención sobre dicho patrimonio. En el terreno de la arquitectura, la relación activa con el patrimonio no solo se refiere a su restauración o conservación. Muchas veces tiene que ver con ampliaciones, modificaciones o adaptaciones de edificios históricos o simplemente con construir en un contexto patrimonial dado. En todos estos casos, la intervención supone dialogar con las preexistencias. Esta referencia exige tomar una postura que estará directamente vinculada con la noción que de patrimonio se tenga. Cuánto se destaque una obra en un contexto dado o se asimile a él dependerá de tales ideas y convicciones. También dependerá de ellas el modo en que tal asimilación o contraste se conciba.
El arquitecto Antón Capitel, en su texto «Metamorfosis de Monumentos», ha destacado la importancia de «la actuación proyectual sobre un edificio dado, considerado de valor, y al que por determinadas razones es preciso modificar o completar notablemente en época distinta a la que fue construido». El autor hace referencia a que el proyecto permita, más allá de reconocer sus valores, transformarlo aumentando sus cualidades: «modificar un monumento provocando su metamorfosis será entender por completo su configuración, apreciar sus valores y diagnosticar sus carencias en el ámbito de una interpretación arquitectónica satisfactoria”.
En este mismo contexto, Choay sostiene que los monumentos tendrían como fin revivir un pasado sumergido en el tiempo destacando el rol del arquitecto y su derecho a la creación: «quieren, como sus predecesores, marcar el espacio urbano y no ser relegados fuera de sus límites ni verse condenados al pastiche en las ciudades históricas. Recuerdan que, en una misma ciudad o en un mismo edificio, los estilos han coexistido —yuxtapuestos y articulados— a lo largo del tiempo. Al respecto, el autor y crítico del paisaje John Brinckerhoff en su ensayo «La necesidad de ruinas» da cuenta del goce y emoción no tanto de crear algo nuevo como de redimir lo que ha sido descuidado: «esta excitación es particularmente fuerte cuando la condición original es vista como sagrada o hermosa».
Ejemplos de proyectos significativos de intervención realizados durante el siglo XX permiten comprender algunas de las problemáticas derivadas de construir en o junto a piezas significativas o tejidos urbanos de valor. A inicios del siglo XX, destaca la propuesta de ampliación del Ayuntamiento de Gotemburgo (Figura 1), realizada por el arquitecto sueco Erik Gunnar Asplund (1913-1937). El proyecto, producto de un concurso público (1913), debía dialogar con una construcción antigua de estilo neoclásico. Las bases del concurso solicitaban conservar intacto el edificio original. La propuesta del arquitecto pasó por muchas etapas en sus 24 años de desarrollo, partiendo de una solución mimética con el estilo del edificio para terminar en una que, en su fachada, dialogaba y se sometía a la estructura formal del edificio, pero abandonaba la utilización del lenguaje original. Tal postura no estuvo exenta de críticas, por considerarse la nueva adición ajena al lenguaje original. Sin embargo, la propuesta se impuso en el tiempo como un ejemplo de integración y vinculación con un antiguo edificio. La pieza adicionada, a pesar de su novedad, dialoga efectivamente con el antiguo edificio manteniendo relaciones de orden, proporciones y estructura en la fachada exterior. En contraste, un interior propone una espacialidad dinámica, integra el patio interior y un acceso único.
La Casa Cicogna alle Zattere (Figura 2), del arquitecto italiano lgnazio Gardella (1954-1958), en Venecia, ha sido también reconocida como un esfuerzo destacable de integrar un nuevo edificio en un contexto urbano de gran fuerza y valor. El edificio se localiza en la denominada Fondamenta dele Zattere, frente al Canal della Guidecca, debiendo armonizar con notables características ambientales. La propuesta de renovación urbana implicaba demoler dos construcciones previas que se encontraban degradadas. El arquitecto propuso, entonces, construir nuevas formas que dialogaran con el contexto histórico, sin imitarlo, sino más bien generando una comunicación entre los distintos lenguajes constructivos. El proyecto pasó a convertirse en un referente de arquitectura moderna veneciana, puesto que se consideró como una reinterpretación de la tradición constructiva local en un lenguaje moderno, utilizando materiales constructivos tradicionales sin buscar mimetizarse con el conjunto urbano, sino que proponiendo más bien un concepto de continuidad entre pasado y presente.
Las alternativas y dilemas relacionados con la intervención en contextos patrimoniales quedan en evidencia en la obra y el pensamiento de Rafael Moneo (1937),
quien ha mostrado una posición a la vez sensible y crítica a este respecto. La ampliación del Banco de España (Figura 3), ganada por concurso en 1978, a pesar de su aparente sometimiento a las condiciones existentes, o precisamente por ello, despertó una fuerte polémica. Se trataba de reemplazar un edificio de 1924 que interrumpía la continuidad del edificio del Banco, que se había desarrollado siguiendo una lógica propia a partir de su inauguración en 1891. La propuesta de Moneo, rigurosamente fundamentada, propuso mantener el lenguaje original, reinterpretando discretamente su ornamentación, en el fragmento, relativamente menor, que se agregaba al conjunto edificado. Esta propuesta, caracterizada por su discreción, es visible solo para un ojo agudo, puesto que un peatón distraído no distingue lo histórico de lo añadido. Dicha actitud podría considerarse contradictoria con doctrinas de intervención muy establecidas, como la Carta de Venecia.
En el museo romano de Mérida, encargado en 1979 e inaugurado en 1986, Moneo propuso homenajear el conjunto de ruinas en que se inserta, a través de reproducir su materialidad y sus técnicas constructivas. Desplazó así la referencia a las preexistencias desde la imagen a su condición material. Simultáneamente formuló un diálogo con las ruinas conservadas en el primer nivel a través de un sistema de arquerías variable que apoya los pilares en los lugares que las ruinas permiten. Se alejó así de la idea dominante de neutralidad que se suponía debían asumir las intervenciones en ruinas antiguas.
Consecuente con actitudes como las señaladas, Moneo ha defendido que «(…) la eterna juventud de un edificio, su resistencia al paso del tiempo, se lograría mediante un proyecto abierto, capaz de permitir la continua adaptación a una realidad forzosamente cambiante. El arquitecto conseguiría que su obra soportara siempre que su proyecto pudiera ser calificado como ‘abierto’”. Según el arquitecto, los edificios adquieren autonomía y vida propia una vez construidos. En Anyway, contra la indiferencia como norma, Moneo subrayaría, años más tarde, la necesidad de una lectura crítica de las preexistencias. Esta obligaría a una toma de posición acerca de aquello que el arquitecto se propone destacar y conservar o ignorar y transformar del contexto en que interviene.
En 1989, el arquitecto norteamericano Robert Venturi junto a Denise Scott Brown ganaron el concurso de ampliación del ala Sainsbury de la National Gallery de Londres (Figura 4). Venturi se enfrentaba a un emblemático contexto frente a la Plaza Trafalgar, en pleno centro de Londres, debiendo trabajar sobre un edificio simétrico y clásico. Su propuesta buscó la continuidad con el edificio histórico, aún con la utilización eventual del repertorio clásico, pero haciendo un uso libre e incluso irónico del mismo. Separó así el edificio nuevo del antiguo para luego reinterpretar el ritmo arquitectónico clásico de la fachada del siglo XIX. A través del uso de pilastras clásicas, el arquitecto logró un diálogo con el edificio antiguo que, a la vez, lo vincula y lo distingue de éste.
El nuevo Museo de la Acrópolis de Atenas, del arquitecto Bernard Tschumi (2009), se propone dialogar con el conjunto histórico patrimonial a la distancia (Figura 5). El nuevo museo, que debía albergar una serie de esculturas griegas sobre un sitio arqueológico, en el área histórica de Makrygianni, retorna a distancia las medidas del templo más emblemático de la Acrópolis, el Partenón, y su emplazamiento. Una serie de vistas proyectadas permite observar a distancia el conjunto antiguo.
La cuestión de la intervención dentro de o junto a un determinado patrimonio arquitectónico y urbano propone siempre un dilema. Se trata de determinar la forma y grado de una continuidad con formas y materiales heredados del pasado. Al mismo tiempo, está siempre en juego la vitalidad de esa relación y el grado de transformación ejercido sobre las preexistencias. Los ejemplos comentados proponen un abanico relativamente amplio de actitudes y criterios de intervención, pero nunca evitarán enfrentar el dilema: ignorar radicalmente, someterse servilmente o introducir un nuevo sentido y una nueva vitalidad a la herencia del pasado.
- LA PROTECCIÓN DEL PATRIMONIO EN CHILE
La protección legal del patrimonio en Chile tiene su origen en el Decreto Ley N° 651 del 17 de octubre de 1925 que crea el Consejo de Monumentos Nacionales conformado por 13 consejeros. Esta normativa contemplaba la definición de los monumentos históricos, los monumentos públicos, las excavaciones arqueológicas y el registro e inscripción de museos. Las primeras declaraciones corresponden a Fuertes Españoles ubicados en la VIII y X región (1926). La tendencia en la primera mitad del siglo XX, coincidente con la internacional, fue la declaración de monumentos históricos considerándolos como piezas puntuales. En 1951 se protegen el Palacio de La Moneda, la iglesia y convento de San Francisco, la Catedral y la iglesia de Santo Domingo, en el área Santiago centro.
En la segunda mitad del siglo XX, muy especialmente en la década de 1950, destaca la labor del arquitecto Roberto Montandón (1909-2003), quien comienza a colaborar con el Consejo a través de la Dirección de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas, ejecutando las restauraciones de los fuertes de Valdivia y de algunas iglesias del altiplano, contando con recursos especialmente asignados para ello. Montandón fue además profesor de la Universidad de Chile e impulsó una valiosa labor de fichaje del patrimonio arquitectónico chileno. En este mismo periodo se publicaron los primeros Cuadernos del Consejo de Monumentos Nacionales, por Montandón, Eugenio Pereira Salas y Eduardo Secchi. En estos mismos años, 41 edificaciones se declararon monumentos históricos. En 1970 se promulgó una nueva Ley de Monumentos Nacionales, vigente hasta nuestros días. Esta ley buscaba ampliar la noción de patrimonio precisando las diversas categorías a las que se podían referir los bienes culturales. Estas se fijaron en cinco: Monumentos Históricos (bienes inmuebles y muebles), Monumentos Arqueológicos, Monumentos Públicos, Santuarios de la Naturaleza y Zonas Típicas. Se estableció, además, que todos los lugares, ruinas, yacimientos y piezas antropo-arqueológicas que existen sobre o bajo la superficie del territorio nacional son de propiedad fiscal. Esta nueva Ley de Monumentos se asocia a una fase más activa de protección, declarándose un mayor número de monumentos nacionales y de carácter más diverso.
A fines de la década de los setenta se generaron nuevas categorías de protección del patrimonio urbano, complementarias a los Monumentos Nacionales, a través de la Ley General de Urbanismo y Construcción (Decreto Ley 458 de 1976, Art. 60). Estas nuevas categorías se denominaron Inmuebles de Conservación Histórica y Zonas de Conservación Histórica. Su aplicación se concretó en la década del noventa, cuando la Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones (Decreto Supremo N° 47 de 1992, Art. 2.1.43) estableció que el objeto de estas categorías era preservar el patrimonio urbano local, específicamente aquel que presentara valores culturales de la localidad o aquel cuya demolición generara un menoscabo a las condiciones urbanísticas de la localidad. Estos se incluyeron en los instrumentos de planificación territorial (Planes Reguladores y Seccionales) y su supervisión se realiza a través de cada Secretaría Regional de Vivienda y Urbanismo, la que debe pronunciarse sobre las intervenciones que se realicen en ellas. Todo ello introdujo un grado de complejidad en la generación y la regulación del patrimonio urbano protegido, ya que estas se producen en ámbitos institucionales diversos y paralelos.
La idea de proteger monumentos y no patrimonio, en un sentido más amplio, es todavía perceptible en la denominación de algunas de las instituciones que se ocupan de la protección del patrimonio. En Chile, el Consejo de Monumentos Nacionales ha mantenido el nombre con que fue creado. La presencia de la idea de monumento y su asociación con la de nacionalidad es todavía claramente visible, a pesar de la nueva realidad del patrimonio que se ha ido imponiendo y de una cierta crisis, o al menos cuestionamiento, de la idea de nacionalidad. Ciertamente la fuerza del proceso de globalización afecta decisivamente a la noción de patrimonio y a su protección. La firma de una Convención del Patrimonio Mundial, en 1972,
apuntaba en direcciones bien diferentes. En primer lugar, al reconocer sitios naturales y culturales y, en segundo, al promover su protección a escala mundial.
En el siglo XXI se potencia en Chile el rol activo del Estado en la protección patrimonial. Aparecen así el Subsidio de Rehabilitación Patrimonial, el Programa de Espacios Públicos Patrimoniales y el Subsidio de Reconstrucción y Reparación Patrimonial del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, luego del terremoto del 2010. El Subsidio de Rehabilitación Patrimonial pretendía fomentar el uso de inmuebles patrimoniales como vivienda, buscando preservar sus características esenciales. El subsidio de Reconstrucción y Reparación Patrimonial promovió la reconstrucción de viviendas nuevas o existentes ubicadas en zonas patrimoniales afectadas por el terremoto sin que perdieran sus valores patrimoniales. Una política destacable fue el Programa de Puesta en Valor del Patrimonio de la Subsecretaría de Desarrollo Regional, Dirección de Arquitectura y Banco Interamericano de Desarrollo que, a través de un presupuesto significativo, buscó la preservación de monumentos, incluyendo un plan de gestión que asegurara su mantención a lo largo del tiempo.
Tanto el Programa de Reconstrucción Patrimonial (2010) como el Fondo Concursable para el Patrimonio Cultural, ambos del Consejo de la Cultura y las Artes, tuvieron como objetivo apoyar la recuperación, restauración e intervención de inmuebles patrimoniales de dominio público o privado. La Ley de Donaciones Culturales o «Ley Valdés» buscó, por su parte, el apoyo privado en distintos ámbitos de la cultura, incluyendo la preservación del patrimonio inmueble. Ella fue posteriormente modificada para aumentar el número de beneficiarios para la conservación de Monumentos Nacionales e Inmuebles y Zonas de Conservación Históricas.
Como en otras partes del mundo, la sociedad civil chilena ha comenzado a jugar un rol fundamental en la defensa del patrimonio. Tal situación ha convertido la protección del patrimonio en un problema con fuertes componentes sociales. Grupos de vecinos han sido fundamentales en la gestión de las declaratorias de algunas Zonas Típicas de dimensiones considerablemente mayores a las hasta ahora conocidas. Pero el interés ciudadano por defender el patrimonio no necesariamente se asocia a motivaciones históricas o identitarias. El caso de la Zona Típica de Matta-Viel en Santiago de Chile nos da algunas pistas para aclarar la naturaleza de este fenómeno. En el año 2008, una delegación de habitantes de un barrio ubicado en la zona centro-sur de Santiago pidió al Centro del Patrimonio Cultural de la Pontificia Universidad Católica de Chile que los apoyara en su postulación como Zona Típica al Consejo de Monumentos Nacionales, buscando recibir protección oficial para el área. Matta-Viel exhibe un tejido urbano tradicional donde se puede encontrar desde casas populares de fines del siglo XIX hasta equipamiento y conjuntos de viviendas de principios del siglo XX. El área ha evolucionado naturalmente permitiendo que todas estas diferentes tipologías convivan, generando un ambiente urbano vivo y de calidad.
La delegación de la comunidad argumentó razones arquitectónicas e históricas para obtener la protección solicitada. Una vez aceptada la solicitud, el Centro asumió la realización del Instructivo correspondiente a la protección de dicha zona. Para ello, se debió emprender un proceso bastante largo. Este incluyó el levantamiento de las fachadas de cada calle, así como talleres y reuniones con la comunidad. Lo que surgió de tal experiencia fue que las razones que habían movilizado a la comunidad se asociaban más bien a las amenazas de nuevos desarrollos urbanos, los que habían comenzado a erigir torres de gran altura en la zona. Por lo tanto, de hecho, se utilizaba la Ley de Monumentos Nacionales como una herramienta de planificación, para lo cual no había sido originalmente concebida. La gente no estaba tan interesada en la historia urbana ni en la identidad cultural, sino, más bien, en conservar sus propios modos de vida.
Haciéndose cargo del nuevo rol del patrimonio en el contexto urbano, la nueva Política Nacional de Desarrollo Urbano incluyó la temática del patrimonio como uno de sus ejes fundamentales. En ella se consigna que, a la fecha, existe en Chile un total de 3.728 declaratorias de protección de inmuebles bajo La Ley de Monumentos Nacionales y la Ley General de Urbanismo y Construcciones, los que son mayoritariamente privados, y que esta protección, hasta ahora, no ha incluido herramientas efectivas para su gestión y financiamiento. Finalmente, señala que el concepto de patrimonio va más allá de la mera conservación de un edificio, incorporando el ámbito natural, la identidad de los lugares y la riqueza cultural de los diferentes pueblos, reconociendo que estas realidades no han sido adecuadamente recogidas por nuestra institucionalidad y nuestras normas.
Algunos cambios significativos derivados de esta idea ampliada del patrimonio ocurren en el ámbito urbano. La multiplicación de edificaciones protegidas, espacios públicos y zonas urbanas ha aumentado radicalmente los vínculos —y eventualmente los conflictos— entre la protección del patrimonio y la planificación urbana.
Mientras los monumentos fueron un número acotado de piezas, pudieron ser protegidos por regulaciones urbanas especiales dentro de un ámbito jurídico aislado y con autoridades específicas. Esto se complicó radicalmente cuando ese universo protegido se expandió, afectando grandes áreas urbanas. La consecuencia más inmediata fue el traslape de reglamentos y competencias de las autoridades. El Consejo de Monumentos, así como otras instituciones patrimoniales, sufrieron enormes presiones, difíciles de gestionar, ante la necesidad de administrar un número creciente de áreas urbanas protegidas.
Las complejas relaciones institucionales se encuentran bien ilustradas en algunas competencias conflictivas ocurridas en Chile. El Consejo de Monumentos Nacionales intentó regular las condiciones urbanas de las áreas protegidas, designadas como Zonas Típicas, para garantizarles una mejor protección. Dentro de esas condiciones estaba la limitación de altura de los edificios. Tal decisión del Consejo se enfrentó con las competencias de las autoridades de planificación del Ministerio de Vivienda y Urbanismo. Finalmente, el conflicto tuvo que ser arbitrado por la Contraloría General de la República, que falló a favor del Ministerio. Por lo tanto, la regulación de la altura se consideró parte de la normativa urbana, y se excluyó de las políticas y normas de conservación. Este es solo un ejemplo de los múltiples conflictos de ese tipo ocurridos en Chile y en toda América Latina. Tales conflictos son muy frecuentes tanto entre las autoridades encargadas de la planificación y de la protección del patrimonio como también entre los organismos centrales y locales encargados de tales tareas.
- LA TRANSFORMACIÓN COMO ESTRATEGIA DE CONSERVACIÓN PATRIMONIAL
Como se ha señalado, la principal intención de los precursores modernos en la preservación de los monumentos era evitar su desaparición. Ello, principalmente, debido al avance de la Revolución Industrial y a la desvalorización de determinados períodos históricos, como la Edad Media. Tales fueron las intenciones de intelectuales como Mérimée o Rodin, en Francia, o Pugin y Ruskin en Inglaterra. La cuestión de los criterios utilizados para preservar o recuperar estos monumentos fue problemática desde sus inicios. Como se ha señalado, Morris y otros valoraron la exposición de las huellas del tiempo sobre los edificios, mientras que Viollet le Duc prefirió completarlos, tratando de alcanzar, a través de ello, una condición estilística ideal. Esta discusión se ha prolongado en el tiempo, asumiendo diversas formas. ¿Cuál debería ser el momento preciso hacia el cual un edificio restaurado debería volver? ¿Qué intervenciones anteriores deberían ser eliminadas y cuáles de ellas serán consideradas parte fundamental de su evolución histórica? Una posible respuesta a estas preguntas es aceptar que la preservación está inevitablemente ligada a la transformación y que, probablemente, sea esa adaptación a nuevas circunstancias un factor decisivo para preservarlos como bienes culturales vivos.
En Chile, el caso de La Moneda, el actual palacio presidencial, es un buen ejemplo de cómo múltiples e incluso radicales transformaciones le han permitido permanecer como una de las piezas arquitectónicas más significativas de la ciudad de Santiago. La Casa de La Moneda fue diseñada y construida por el arquitecto italiano Gioacchino Toesca durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, como sede local de la industria de acuñación de monedas. En el momento en que se erigió, se ubicaba en la periferia urbana. Durante el siglo XIX el palacio presidencial se trasladó a La Moneda, que ofrecía condiciones funcionales adecuadas y características monumentales.
El edificio ciertamente necesitó múltiples adaptaciones para asumir sus nuevas funciones. Al mismo tiempo, la presencia de la sede del gobierno convirtió lo que había sido una ubicación periférica en un nuevo centro político y administrativo. Nuevos espacios públicos se generaron en su entorno durante el siglo XX, cambiando completamente su rol urbano. Más de un intento se hizo durante las dos primeras décadas del siglo XX para modernizar La Moneda, considerado por la élite dominante un edificio colonial anticuado. Pero su principal transformación se produjo alrededor de 1930, cuando el gobierno encargó a los arquitectos Smith Solar y Smith Miller modificar la zona sur del edificio. Esa remodelación implicó la eliminación de los antiguos hornos y la generación de un nuevo patio. Pero lo más notable fue la creación —literalmente la invención— de una nueva fachada hacia la Alameda que, para entonces, se había convertido en la principal avenida de la ciudad. El lenguaje colonial original fue en ella, de manera rigurosa e inteligente, aprovechando el nuevo prestigio adquirido para entonces por la arquitectura colonial. Esta nueva cara de La Moneda se ha incorporado plenamente al imaginario santiaguino, aunque estrictamente podría considerarse como un falso histórico. Actualmente, la gran mayoría de la población de la ciudad supone que esta fachada, inventada bien entrado el siglo XX, es parte del edificio original.
Décadas después, la imagen de La Moneda bombardeada e incendiada por la fuerza aérea nacional durante el golpe militar contra el presidente Salvador Allende, ocurrido en 1973 (Figura 6), recorrió todo el mundo. Nuevamente, el edificio debió ser totalmente restaurado para reasumir sus funciones políticas, incluyendo la redecoración de todos los interiores. Los espacios públicos frente a sus dos fachadas principales fueron totalmente remodelados. En síntesis, el edificio aislado que se alza hoy entre dos espacios públicos contemporáneos es radicalmente diferente, en forma y uso, de aquel originalmente proyectado. Así, el proceso de cambio y adaptación que sufrió La Moneda le ha permitido sobrevivir y mantener su importante rol urbano.
La transformación del Palacio de La Moneda ha permitido no solo su conservación, sino que ha influido en la configuración de su entorno; primero el Centro Cívico, un conjunto de edificios modernos en torno al edificio histórico para albergar los principales ministerios, y luego la extensión hacia el sur de la Alameda a través del Eje Bulnes (Figura 7). En 1934 se demolió el Ministerio de Guerra, localizado frente al palacio de gobierno, para levantar la Plaza de la Constitución, siguiendo en parte el diseño del arquitecto Eugenio Freitag. En 1978 se remodeló la Plaza Bulnes, se construyó el Altar de la Patria y bajo ella una cripta con los restos mortales del libertador O’Higgins. En 1982 se construyó el Parque Almagro en el extremo sur de la Avenida Bulnes. Un año más tarde se realizó la remodelación de la Plaza de la Constitución, por parte de la oficina de arquitectura Undurraga Devés. El 2004 se construyó la Plaza de la Ciudadanía como parte del Proyecto Bicentenario y el 2005 se restauraron las fachadas del palacio. Un año más tarde se inauguró la primera etapa de los trabajos del Centro Cultural Palacio de La Moneda, situado en el subsuelo al sur del palacio. El 2008 se decretó Zona Típica el Barrio Cívico-Eje Bulnes-Parque Almagro. Esta rápida sucesión de proyectos y transformaciones urbanas da cuenta de la capacidad del patrimonio, en este caso monumental, de irradiar y transformar su entorno urbano, a la vez que de las múltiples intervenciones de que ha sido objeto. En este contexto de transformaciones y continuidades, en 2011 se desarrolló un concurso para un edificio nuevo ministerial, llamado el Edificio Moneda Bicentenario (Figura 8). Fue ganado por la oficina del arquitecto Teodoro Fernández que, siguiendo las directrices del concurso, dio continuidad a las fachadas del barrio cívico, desarrollando una espacialidad diversa en su interior. En esté caso, como en otros de los expuestos, no se buscó, al menos a nivel urbano, distinguir la intervención contemporánea, sino subsumirla en un largo proceso en que se completó un proyecto urbano.
Otro caso interesante entre las intervenciones chilenas contemporáneas es el del Palacio Pereira, también ubicado en el área central de Santiago. Levantado como un edificio residencial de finales del siglo XIX, diseñado por el arquitecto francés Lucien Henault, fue catalogado como monumento nacional en 1981. Tanto la falta de mantención como una gran diversidad de usos deterioraron totalmente la construcción original. La propiedad, en manos privadas, intentó desarrollar un edificio de gran altura en el terreno. Ante la imposibilidad de concretar dicha iniciativa el edificio permaneció abandonado y expuesto a terremotos y a los rigores del tiempo. Los propietarios realizaron diversos intentos para obtener la aprobación de un proyecto que combinara la construcción de una torre y la permanencia de la fachada del antiguo edificio. En el año 2009 uno de ellos fue incluso aprobado por el Consejo de Monumentos Nacionales, pero tuvo la oposición de la autoridad municipal, por lo que no llegó a construirse. La solución a este largo conflicto no se consiguió gracias a un diseño particular, sino por la decisión del gobierno de comprar la propiedad y localizar allí la sede de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. A partir de ello se convocó a un concurso público para incorporar un nuevo edificio de baja altura al monumento y restaurar sus restos como centro cultural. La obra fue ganada por los arquitectos Cecilia Puga, Alberto Moletto y Paula Velasco; actualmente se encuentra en construcción y promete ser un complemento significativo a la calidad urbana del barrio.
Este caso demuestra no sólo cómo el desarrollo urbano y la conservación de monumentos pueden enfrentarse, sino también que encontrar nuevos usos para edificios antiguos puede ser un elemento clave para su preservación. La nueva construcción no presenta reminiscencias estilísticas del siglo XIX, sino que busca establecer un diálogo entre las formas contemporáneas y las históricas. El mismo palacio está siendo sometido a una restauración técnicamente cuidadosa, aunque teniendo en cuenta que es imposible llevar el edificio a su estado original. Así, las huellas del paso del tiempo, e incluso la pérdida de decoración, han sido considerados factores positivos para configurar nuevos escenarios arquitectónicos. El edificio mantendrá su conexión con el pasado, pero a la vez se transformará radicalmente. El proyecto le otorga al edificio una nueva vida, ofreciendo a la comunidad la oportunidad de disfrutar de las instalaciones públicas en el lugar donde originalmente se desarrollaba una residencia privada.
Dos intervenciones recientes del arquitecto Smiljan Radic, también en Santiago, muestran un tipo similar de transformación. En el caso del Museo Precolombino (Figura 10), la necesidad de incorporar nuevas áreas de exposición llevó a una intervención subterránea, que transformó radicalmente la estructura del edificio de principios del siglo XIX. La cubierta de uno de los patios con una delicada estructura inflable y la renovación de los pisos de algunas áreas públicas incorporaron una sensibilidad contemporánea al antiguo edificio. En el proyecto Nave, un centro cultural privado localizado en una antigua casa habitación del barrio poniente, sólo se conservó la fachada, generando un nuevo espacio interior dedicado a la danza y las artes de la representación. Si bien interiormente el inmueble se transformó radicalmente, la intervención permitió mantener la continuidad del trazado urbano. La instalación de una carpa de circo en una terraza superior dotó al vecindario de un inédito espacio contemporáneo.
La incorporación de nuevas alas a viejos edificios forma parte de la tradición del oficio arquitectónico y es una forma de adaptarlos a nuevos usos y necesidades. El Campus Oriente de la Universidad Católica de Chile se ubica en un antiguo colegio y convento femenino proyectado en estilo neorrománico. Fue diseñado por Juan Lyon y Luis Otaegui en 1927. El proyecto original fue construido sólo parcialmente. El esquema original se inscribía en el clásico trazado de un cuadrado dividido en nueve, en cuyo centro se situaba la capilla. Dificultades presupuestarias hicieron que algunas de las alas situadas al norte y al sur del conjunto no llegaran a construirse.
El encargo que hizo la Universidad Católica a los arquitectos Fernando Pérez Oyarzun y José Quintanilla, concluido en 2015, fue diseñar un nuevo edificio académico destinado a la Facultad de Artes que buscaba completar el diseño original de uno de sus claustros, específicamente aquel situado al norponiente. La ubicación, ancho y alto de la construcción original se tomaron en cuenta al diseñar el nuevo proyecto. Lo mismo ocurrió con los materiales dominantes: mampostería de ladrillo y hormigón armado; sin embargo, las necesidades y las condiciones funcionales llevaron a realizar cambios significativos. Para conectar la antigua circulación del primer piso e incorporar cuatro pisos, el edificio fue parcialmente hundido. Las aberturas se localizaron según nuevas funciones y condiciones climáticas. Se construyó una terraza superior en el techo y se introdujo una conexión, a través de una nueva escalera y una rampa, hacia las instalaciones deportivas del norte. Más aún, para responder a las necesidades programáticas, fue necesario introducir un ala semihundida al conjunto, lo que generó una superficie elevada en el patio y dio por resultado un acceso al edificio inédito en el antiguo conjunto. Así, a pesar de que el edificio parece haber estado allí por mucho tiempo y la nueva ala ocupa una posición prevista en el diseño original, el claustro se vio transformado radicalmente (Figura 11).
Choay ha recalcado el hecho de que el desarrollo de la voluntad de preservar el patrimonio puede ser vista como una alegoría de una condición cultural contemporánea. Este daría cuenta de una falta de vitalidad en las relaciones con el entorno construido heredado del pasado. Tal vez si somos capaces de identificar qué debemos preservar y qué transformar en el patrimonio urbano y arquitectónico, podremos insuflar nueva vida a nuestro medio ambiente. Transformar no es ni ignorar ni inventar y requiere de un profundo conocimiento de la realidad sobre la que se opera. Una transformación cuidadosa y adecuada podría llegar a ser una herramienta poderosa para construir un futuro urbano que reconozca y disfrute de su conexión con su pasado.
- HACIA UNA NUEVA VISIÓN DEL PATRIMONIO
La idea de identidad se ha convertido en un elemento central en la protección del patrimonio. Ella se utiliza no solo a nivel nacional, sino que también a escala local e incluso referida a comunidades específicas. Al abordar una nueva idea de patrimonio, debemos considerar también otras dimensiones. En primer lugar, la idea de que el patrimonio se relaciona con bienes económicos es a menudo olvidada. Por tanto, la destrucción del patrimonio, especialmente del patrimonio construido, implica una pérdida económica inevitable. Complementariamente, su recuperación o protección requiere inversiones significativas. La necesidad de desarrollar una suerte de economía del patrimonio resulta entonces de máxima importancia. Es solo a partir de ella que podríamos no solamente tomar decisiones políticas adecuadas en este campo, sino también permitir que dialogue de manera más fluida con otros campos del desarrollo social y cultural.
También se olvidan frecuentemente las conexiones entre patrimonio y lo que podríamos llamar cultura material. Esto lleva a ignorar, o al menos desvalorar, la importancia que puede adquirir el patrimonio en la vida cotidiana. Cuando ocurren grandes desastres naturales, como sucede en Chile con terremotos y maremotos, parte significativa de la población ve afectado su entorno construido. En esas ocasiones, entendemos que se ha perdido no solo un bien económico, eventualmente difícil de recuperar, sino también el soporte material de una forma de vida, lo que detona cambios sociales y culturales dramáticos. Esta perspectiva da a la protección del patrimonio un nuevo significado social y político.
Si la necesidad de desarrollar una economía del patrimonio se hace cada vez más urgente, la consideración de nuevas tecnologías en el campo de la identificación y protección del patrimonio es también fundamental. Tales tecnologías van desde los métodos de levantamiento digitales o las prospecciones no invasivas desarrolladas por la arqueología contemporánea, a los métodos de cálculo estructural, los análisis físicos y químicos de materiales, o la eventual utilización de aisladores sísmicos en edificaciones históricas. El campo que se abre en este ámbito es rico y variado y puede introducir grandes cambios en la relación de la cultura contemporánea con el patrimonio. En este contexto, la conexión del patrimonio con la alta cultura, con las identidades nacionales, étnicas o locales continuará teniendo importancia, pero deberá encontrar el lugar adecuado para tal concepto en un nuevo entorno cultural.
Se vuelve legítimo entonces cuestionar el significado que, en cada momento o frente a cada circunstancia específica, tiene la protección patrimonial. Si el patrimonio se asocia a la idea del valor, ¿cuáles son los valores que lo definen como tal? Esta es una pregunta que permanentemente se debe intentar responder. Es irónico comprobar que criterios como «típico» o «pintoresco» siguen siendo los valores que deciden, al menos en términos legales, sobre la protección de las zonas urbanas en Chile.
Las estrategias de protección del patrimonio deben ser también objeto de una cuidadosa consideración. ¿Significa la restauración un retorno a una condición original ideal? ¿Es aquello posible? ¿O, por el contrario, se necesita de un cierto grado de transformación para mantener vivo el patrimonio? Estas parecen ser preguntas decisivas hoy día, no solo para pensar el problema, sino también para implementar políticas públicas efectivas y significativas en el área.
Uno de los focos del problema reside en el hecho de que la expansión del patrimonio protegido lo ha transformado en un elemento clave del desarrollo urbano. Parece hoy día que es imposible, por tanto, aislarlos en un dominio segregado. El patrimonio debe ser una parte activa del desarrollo urbano y aportarle una dimensión cultural y una continuidad histórica. Tal vez sea sintomático que la contribución de la UNESCO a la Conferencia Hábitat III se titulara Cultura Futuro Urbano: Informe Global sobre Cultura para el Desarrollo Urbano Sostenible»’. La presencia de una dimensión cultural en el futuro urbano sostenible pide una nueva actitud, capaz de conectar ambos reinos. Las condiciones sociales y políticas para ello parecen estar ya maduras.