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Historia y proyecto en una condición postmoderna

1988
Fernando Pérez

El titulo escogido para esta conferencia favorece, sin duda alguna, su inserción en lo que ha sido la polémica más áspera, aunque no simple igualmente clara, del pensamiento de la arquitectura en los últimos años. Sin embargo, al mismo tiempo, puede inducir a algunas confusiones.

1988 Fernando Pérez

(Hacia una arquitectura del presente)

a Isidro Suárez.

 

Al hablar aquí de una «condición post-moderna» se está aceptando y aún afirmando que la situación en que hoy día nos encontramos está ya claramen­te escindida de aquella otra que generó «esa arquitectura moderna» (Colín Rowe) (1), la que irremediablemente pertenece al pasado.

Poco tiene que ver en cambio este calificativo de POST-MODERNO con la dudosa existencia de un estilo post-moderno, por ejemplo a la manera en que Ch. Jencks lo ha entendido (2), de suyo difícil de asir y definir con claridad intelectual y que pretenderla monopolizar la adecuada interpretación arquitectónica o figurativa de la hora presente.

De manera muchas veces epidérmica o inconsciente, es un hecho más o menos incontrovertible que en la actualidad ha aparecido una preocupación y un interés importante por la historia en relación a las cuestiones de la arquitectura. Ello se da desde el ámbito de las especulaciones más puramen­te intelectuales hasta el terreno del proyecto en su dimensión más profe­sional.

¿A qué se debe este fenómeno?

¿Constituye un simple reflujo frente a una supuesta carencia histórica de la arquitectura moderna?

¿Aparece como un signo de apertura de nuevas posibilidades o se trata simplemente de un refugio en las seguridades del pasado, motivado por el desaliento frente a la posibilidad de generar una arquitectura de hoy con suficiente energía e identidad?

Es a preguntas como estas, que la presente intervención intenta responder, sin pretender agotar en este modesto intento un contenido tan vasto y tan vital como el que aquellas encierran. En todo caso, proponerse iluminar cuanto sea posible algunas bases teóricas desde las cuales sea posible formularse con claridad estas preguntas, condición indispensable para responderlas, no parece una tarea inútil.

De la condición ontológica de la arquitectura, como fenómeno radicalmente cultural y, todavía como aquella que entre las artes está más íntimamente vinculada a la vida humana, podemos afirmar aquello que Ortega predicaba de la más profunda condición del hombre:

«La naturaleza es una cosa, una gran cosa, que se compone de muchas cosas menores» (3).

«… el hombre no es una cosa…. es falso hablar de naturaleza humana…. el hombre no tiene naturaleza» (4).

«No digamos, pues, que el hombre es, sino que vive» (5).

«La vida sólo se vuelve un poco trasparente ante la razón histórica» (6).

La condición humana se dibuja de este modo para Ortega básicamente como un transcurso, un acontecer, cuyo examen exige, consecuentemente de una razón narrativa.

La pregunta por el ser entonces, para el caso del hombre, se reformula co­mo una pregunta por lo que ha sido y por lo que tiene la posibilidad de ser.

¿No nos parece, si adoptamos este punto de vista, también inapropiada (o parcialmente inapropiada) la pregunta por la «naturaleza» de la arquitectura?

¿Será este el motivo por el cual el intento de responder esta pregunta ha llevado a discusiones tan estériles o a formulaciones tan esquemáticas que, paradojalmente, terminan «desnaturalizando» la propia arquitectura?

Al definir el contenido propiamente disciplinar de la arquitectura, el arquitecto Isidro Suárez ha señalado en su trabajo «Mathema y Arquitectura » lo siguiente:

«El dominio de los objetos que constituye el corpus arquitectónico son las obras construidas, existentes o destruidas, en uso o desafectadas, enteras o en ruinas, y al lado de este corpus concreto habría que agregar el de las obras que quedaron en proyectos «no construidos», en proyectos concebidos y representados en distintas técnicas representacionales formando un corpus «imaginario», seguramente más extenso numéricamente que el ejecuta­do» (7).

Es precisamente a este corpus al que con algún grado de certeza hemos de

volver, como quien retorna a su propio centro de gravedad, cada vez que nos extraviamos en una búsqueda excesivamente aprioristica de lo que la arquitectura es, o más aún de lo que debe ser.

La historia, respecto de la arquitectura, aparece entonces como una condición suya auténticamente vital; consecuente y simultáneamente como una disciplina fundamental.

Ella establece con la arquitectura misma una relación semejante a la que Zubiri concibe como relación entre Filosofía e Historia de la Filosofía.

Parafraseando entonces a Zubiri y trasponiendo imaginativamente a la historia de la arquitectura su planteamiento respecto de la historia de la filosofía, podemos decir que la historia de la arquitectura no es extrínseca a la arquitectura misma, como pudiera serlo la historia de la mecánica a la mecánica. La arquitectura no es su historia; pero la historia de la ar­quitectura es arquitectura (8).

Aceptada entonces la evidencia de nuestra condición histórica como realidad humana radical y con sello la articulación de pasado, presente y futuro como su consecuencia obvia e inmediata, aparece con nitidez la importancia del modo en que pensamos esta triple relación temporal, esto es la importancia del modo en que pensemos la historia. Las consecuencias que este pensamiento tiene no sólo sobre la historia de la arquitectura, como campo especifico dentro de la disciplina histórica, sino sobre el ejercicio mis­mo de la arquitectura es enorme y contribuye en medida decisiva a esclare­cer el problema que intentamos dilucidar aquí. Es desde el examen de este problema de nuestra noción más o menos consciente de la historia, que la especificidad del momento actual y su diferencia radical con respecto a como se ha concebido la arquitectura a comienzos y durante toda la primera mitad de este siglo XX se hace presente. Ella, no consiste tanto en un descubrimiento de la historia, sino más bien en una particular manera de entender la historia y con ello el acontecer de la cultura.

Más que descubrir la historia, como lo ha aclarado en alguna  oportunidad Rafael Moneo (9), la novedad de nuestro momento consiste en el descubrimiento del pasado y en el de su sentido para el presente.

Es precisamente a esta situación que apunta el concepto de ciencia histórica planteado por Zubiri que continuarla esfuerzos como los de Ortega y DiT they en cuanto a formular una disciplina capaz de recoger es acontecer humano sin traicionar esa temporalidad que le es tan propia,y que tanto se aparta de una concepción como la de Hegel, pensándola historia como un crecimiento y un despliegue casi fatal del espíritu.

De este modo para Zubiri la historicidad del hombre «no proviene exclusiva ni primariamente de que el pasado avanza hacia un presente y lo empuja hacia un porvenir. Es esta una interpretación positiva de la historia, absolutamente insuficiente. Supone, en efecto, que el presente es sólo algo que pasa y que, al pasar, es no ser lo que una vez fue. La verdad, por el contrario, consiste más bien en que una realidad actual -por tanto presen­te-, el hombre, se halla constituida parcialmente por una posición de sí misma, en forma tal que, al entrar en sí, se encuentra siendo lo que es, porque tuvo un pasado y se está realizando desde su futuro. El «presente» es esa maravillosa unidad de estos tres momentos, cuyo despliegue sucesivo constituye la trayectoria histórica: el punto en que el hombre, ser tempo­ral, se hace paradójicamente tangente a la eternidad» (10), «Ocuparse del pasado es, en tal caso, ocuparse del presente. El pasado no sobrevive en el presente bajo forma de recuerdo, sino bajo forma de realidad» (11).

Estas reflexiones que Zubiri se plantea respecto de la historia de la filosofía o de la constitución de la ciencia histórica como disciplina puede contribuir a esclarecer algunas de las oscilaciones más significativas de la historia de la arquitectura, así como la raíz más profunda de   nuestra compleja situación actual. En efecto, es precisamente esta oscilación   de la atención del presente, ya al pasado, ya al futuro, uno de los parámetros fundamentales en la configuración de momentos históricamente caracte­rizados en la historia de la arquitectura.

Desde el Renacimiento al Neogótico, por referirnos sólo a situaciones ya suficientemente distanciadas en el tiempo, la presencia de una legendaria «edad dorada» ha constituido un motor decisivo en ciertas etapas del acontecer histórico. En éstos, la posibilidad de recuperar y actualizar un pa­sado de densidad arquitectónica privilegiada, da lugar a situaciones que muchas veces tienen poco que ver el modelo originalmente escogido.

Al mismo tiempo, fenómenos tan diversos como los trazados de ciudades ideales de los siglos XV y XVI, las propuestas del futurismo o el movimiento Archigram, en el presente siglo, apuntan precisamente al polo contrario, esto es, a la construcción aún incipiente o incompleta de un futuro que se vislumbra iluminado por un aura de esplendor en el que parecen superarse todas las carencias de un presente que se ve, en cambio, como los restos de un naufragio del pasado.

La dialéctica entre tradición y progreso, entre la recuperación de un pasa do perdido y el canto apasionado de lo nuevo, va adquiriendo históricamente distintas formas, ya más próximas a un movimiento oscilatorio que va del privilegio de uno a otro de estos polos, ya de marcha paralela, en que ambas corrientes interactúan en un plano de relativa igualdad.

Es un hecho más o menos aceptado que un quiebre de la relación tradicional entre historia y proyecto se produce a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, al enfrentarse, por una parte el ejercicio confiado de una tradición que se prolongaba desde el Renacimiento y se nutría de las fuentes clásicas, y por la.otra, un naciente sentido crítico, que privilegiaba el planteamiento del problema en términos racionales como método de acción, no sólo frente al proyecto, sino también frente a toda forma de conocimiento y a toda empresa humana. La querella de antiguos y modernos en un ámbi­to cultural más general, o la polémica de Perrault y Blondel en el más es­pecífico de la arquitectura, serán algunas de las más visibles manifestaciones de esta crisis (12).

La relativa imposición de este punto de vista crítico marcará definitiva mente, y aún acaso posibilitará, el nacimiento de nuestros tiempos modernos.

Con todo lo nostálgico y reminisciente que pueda parecernos una parte importante de la producción arquitectónica del siglo XIX, esta perspectiva no. será nunca completamente abandonada. Cuando los teóricos del neogótico, para mencionar uno de los ejemplos más caracterizados, justifiquen su propuesta de recuperar el lenguaje arquitectónica de la Edad Media, se senti­rán frecuentemente obligados a apoyarse en la racionalidad de los procedi­mientos constructivos o simplemente formales que pretenden rescatar. Vio­llet le Duc, será probablemente, quien más clara y decididamente adopte es te punto de vista, privilegiando con ello lo que de natural pudiese tener el hecho arquitectónico.

Libertad frente al pasado, afirmada precisamente en un punto de vista crítico y racional, y sujeción a la historia, en un sentido más o menos hegeliano, son las dos posturas que de un modo complementario pueden resumir el punto de vista de la arquitectura moderna frente al problema que exami­namos.

En muchos sentidos, la posición del Movimiento Moderno frente a la historia significa, de hecho, la ganancia de una radical libertad, libertad que está todavía mucho más presente de lo que suele pensarse: aún en algunas posiciones de abierta oposición a la misma arquitectura moderna. Tal y tan decidido aprecio por la libertad, que acaso pueda verse como un tardío eco del romanticismo, está presente en todas las vanguardias artísticas de comienzos de siglo, desde el cubismo al surrealismo.

Lo peculiar de este sentido de la libertad consistirá en que se trata  de una libertad obligatoria, lo que bien pensado, no constituye sino la contracara de la misma filosofía romántica. Se abandona el pasado; y se está obligado a ello en vistas al advenimiento de un futuro previsto. Esta conquista de la libertad se combina entonces con la fatalidad de un proceso histórico que evoluciona con la exactitud de un crecimiento biológico, só­lo muy parcialmente alterable por factores ambientales, e ineluctablemente guiado por una suerte de instrucción genética divina.

Esta contradicción básica de la planteación arquitectónica moderna ha sido extensa y brillantemente desarrollada por Colin Rowe y constituye para él una de sus notas más distintivas (13). Comprender cabalmente el mundo de complejidades y contradicciones que se dan al interior del movimiento moderno aparece como un paso indispensable, no sólo para su cabal entendimiento, sino aún para su superación. En este sentido, la historia del Mo­vimiento Moderno no ha acabado ni con mucho de escribirse. Este mundo de contradicciones afectan desde luego a su relación con la historia como punto esencial de su condición de vanguardia y puede decirse que se da en dos planos fundamentales:

a. al interior de las propias planteaciones teóricas de la vanguardia arquitectónica, siendo buen ejemplo de ello el análisis que Reynar Banham ha realizado de las ideas de Le Corbusier y concretamente de Vers une Architecture (14).

b. en la relación de las propuestas teóricas del Movimiento Moderno con algunos componentes de sus realizaciones, situación que podría quedar ejemplificada por el uso de trazados reguladores en la obra de Le Corbusier, o por la contradicción entre algunas de las declaraciones de Mies Van der Rohe y su explícita admiración por la obra de Schinkel.

Tal como ha planteado en su tesis el arquitecto español Juan Antonio Cortés, es posible descubrir una «idea alternativa» de modernidad en el arte y la arquitectura modernas. En síntesis, el estudio de Cortés sostiene que «El Movimiento Moderno proclamó una búsqueda exclusiva de la novedad y mantuvo una actitud reductivista, aceptando solamente lo que consideraba propio de la modernidad, la forma nueva determinada por el nuevo «Zeit Geist» — lo abstracto y objetual, lo no simétrico, las composiciones periférica y diagonal, la representación del movimiento.

La idea alternativa de modernidad hace patente en sus obras que los elementos creados en el pasado y las categorías plásticas tradicionales, las formas ya definidas en la his­toria — los elementos figurativos, la ilusión perspectiva de la realidad exterior, la simetría, la focalidad y la composición frontal, la percep­ción estática — pueden entrar en activa interacción con sus opuestos modernos al superarse el planteamiento exclusivista que los consideraba incompatibles» (15).

Con la presentación de esta visión «alternativa» de la arquitectura y   el arte moderno no se pretende suavizar el hecho indiscutible de que la ruptura con el pasado, en especial con el pasado inmediato es un sentido tem­poral y espacial, es un componente fundamental de la arquitectura moderna y muy especialmente de sus vertientes doctrinarias más ortodoxas. De lo que se trata, es más bien de profundizar en el conocimiento de esta arqui­tectura que tan fundamentalmente ha afectado a nuestro siglo, por una par­te porque la distancia y el tiempo transcurrido nos imponen una obligación de mínima fidelidad histórica, y por la otra, porque una visión en exceso simplista de los problemas y los errores del movimiento moderno pueden conducir a la peligrosa ilusión de la simplicidad de las alternativas de superación.

Volviendo a como J.A. Cortés lo ha planteado, puede decirse que, «hace casi sesenta años, el Movimiento Moderno en arquitectura declaró la muerte del pasado y proclamó la instauración de la Nueva Arquitectura. En la última década, el llamado Post-Modernismo ha declarado la muerte de la arquitectura moderna y el renacimiento del pasado, la restauración de la histo­ria. Se podría inferir de estos hechos que la modernidad sólo es posible como negación total del pasado v que la restauración del pasado constituye por sí sola la garantía de actuación en el momento presente. Estas dos afirmaciones pueden, sin embargo, ser cuestionadas, pasando a preguntarse si la modernidad ha de excluir necesariamente las realizaciones del pasado y cómo pueden esas realizaciones del pasado ser incluidas en el presente sin renunciar a la modernidad de nuestra época» (16).

Centrémonos ahora más concretamente en esta condición de «post» que es el objeto primordial de esta intervención. La primera y básica constatación que se nos presenta a la vista, es el hecho de que una conciencia moderna, dotada de un importante grado de coherencia y unidad, aún durante breve tiempo, no ha sido simplemente sustituido por una similar conciencia alternativa. Como lo ha señalado Jürgen Habermas, «después de todo (la arquitectura moderna) es aún el primero y único estilo desde el Clasicismo» (17). La situación actual, en cambio se caracteriza, antes que nada, por una dispersión doctrinal y aun estética que deja al arquitecto en la obligación ineludible de tener que optar en medio de este complejo panorama, por un punto de partida especifico y propio.

Discusión radical de una poética de corte funcionalista, que acentúa un cierto naturalismo de los hechos arquitectónicos, y aumento de la conciencia a propósito de la especificidad del propio quehacer, que llega a inde­pendizar la arquitectura de su rol social y su condición material, podrían ser dos factores relativamente constantes dentro de este complejo panorama.

Ambos se encuentran vinculados a la percepción más nítida de la historicidad propia de la arquitectura, que trae por resultado una visión diversa de la historia. En ella, el futuro — entendido como la potenciación    de ciertos factores cuidadosamente escogidos del presente — deja de ser el único norte. El pasado, entonces, comienza a ejercer una atracción muchísimo mayor, que va desde la aceptación de la simple necesidad de conocerlo, hasta desesperados intentos de recuperar el «tiempo perdido».

La pervivencia más o menos impávida y el ejercicio, muchas veces banalizado de una cierta ortodoxia moderna y la aparición de futurismos de diver­sas índole, son sin duda alguna componentes de la compleja situación que hemos descrito y, como tales, no pueden ser desconocidos por cualquier in­tento de trazar una cierta fisonomía de la hora presente. Sin embargo no podemos en esta ocasión dedicarles una atención muy detallada. Parece preferible, en cambio, intentar describir algunas de las formas que asume es­ta relación con el pasado que, sin duda alguna, constituye una de las no­tas específicas de la situación actual.

Atención hacia el pasado mismo, incluyendo en ello la ineludible necesidad de su conservación; continuidad con un pasado más inmediato o más lejano, libre de la tutela de un proyecto histórico oficial, e intentos de recupe­ración del pasado desde sus atributos figurativos o constructivos a sus componentes económicos y sociales son tres polos en torno a los cuales podríamos aglutinar algunas de las posturas más relevantes.

La atención hacia el pasado, el primer punto que se plantea aquí, tiene

que ver tanto con un simple interés por los problemas históricos desde los ámbitos más profesionales a los más académicos- hasta una comprensión más profunda de la naturaleza misma de ese pasado y, con ello, de las con­diciones de su conservación. Los problemas de la conservación y la restau­ración que habrían venido desarrollándose como una especialidad casi cien­tífico-técnica, una suerte de «especialidad» arquitectónica, se abren en­tonces como un campo -y hasta se diría privilegiado- de la arquitectura a secas, que sin renunciar al obligado rigor histórico o técnico que ciertas situaciones imponen, admite diversas posturas e interpretaciones.

El problema de la continuidad incluye tanto la posibilidad de arrancar desde soluciones o puntos de vista ensayados en el pasado, destacando con ello la dimensión de experiencia colectiva de la historia, hasta la consideración de los problemas del contexto, elevados desde la categoría de even­tuales condicionadores del proyecto a la de posibles fundamentos del mis­mo.

En relación a la recuperación del pasado, por último, encontramos una gama
variada de puntos de vista que van desde radicales intentos de re-producción (parciales o totales), hasta en su misma materialidad, de la arquitectura del pasado, hasta quienes, en una visión más global y más ambiciosa desean articular la recuperación de una vida y una estructura urbana pasa­da con el mismo modelo social y político que le dio origen. Por último, la concepción misma de la historia como un arsenal de imágenes, dotadas      de precisas capacidades de comunicación, a las que podemos recurrir con un criterio utilitario de acuerdo a las necesidades del proyecto, podríamos entenderla como otra forma de recuperación, a la vez pragmática y liberta­ria.

La propia arquitectura moderna, no escapa tampoco a estas consideraciones del pasado. A pesar de sus más entusiastas o afortunados continuadores, o tal vez precisamente gracias a ellos, adquiere inmediatamente el Status de hecho histórico y por tanto de pasado.

Esta superación del determinismo histórico subyacente en las declaraciones del Movimiento Moderno se nos aparecería como una pura apertura de posibilidades, ni muchas de estas posturas surgidas como alternativas a la arquitectura moderna no tendieran, como tan lúcidamente ha señalado Helio Piñón. (18), a constituirse como auténticas neo-vanguardias en las que la coherencia doctrinal reemplaza a menudo al juicio estético como criterio de valo­ración de la forma arquitectónica. Con ello, el objeto arquitectónico dis­minuye considerablemente su condición de objeto «en sí» para constituirse más bien en vehículo demostrativo de los puntos de vista sustentados por su autor.

Aparece entonces otra forma más o menos encubierta de determinismo histórico que, simplificando los términos del problema consigue frecuentemente difusión y popularidad.

Es el peligro de esta nueva forma de tiranía, aun al interior de esta nueva y más libre relación con el pasado, la que ha hecho señalar a Kenneth Frampton que «la arquitectura no puede sostenerse hoy como disciplina crítica más que si asume un papel de retaguardia, es decir, si se distancia en igual medida ya sea del mito del progreso del iluminismo, ya del impul­so reaccionario e irrealista de un retorno a formas arquitectónicas del pasado preindustrial» (19).

El retorno de la importancia decisiva del estudio de la historia en la formación del arquitecto; la conciencia de su incidencia no ya sólo sobre su educación cultural sino sobre su misma capacidad de proyecto; son consecuencias inevitables de esta nueva consideración del pasado y de la histo­ria.

Es un hecho bastante conocido que la historia de la arquitectura surge como uno de los pilares fundamentales de la enseñanza al surgir la Escuela

de Bellas Artes y los «envíos» de los «Premios de Roma» son una demostración de hasta qué punto el conocimiento y la investigación de la historia estaban vinculados a los problemas del proyecto.

Para la Bauhaus, que constituye el esfuerzo pedagógico más representativo de la arquitectura moderna, la importancia de la historia parece haberse minimizado frente al estudio de los factores determinantes de la forma, muy especialmente de la cuestión del material y de los problemas de construcción. No hay solamente por tanto una cuestión de desprecio o desvalorización del pasado y concretamente del pasado inmediato, sino, más allá de ello, hay el convencimiento de que el proceso de generación de la forma puede hacerse absolutamente trasparente y que sin filiación conocida ésta puede volver a surgir, con pleno dominio de sus atributos, si se han examinado cuidadosa y cabalmente las diversas variables del problema. La forma arquitectónica aparece así como resultado que puede ser provocado cuando y cuantas veces parezca necesario.

Es precisamente el núcleo de este problema de tanta significación conceptual o pedagógica el que ha sido analizado por Alan Colclhoum (20), en su artículo «Tipología, Métodos de Diseño», demostrando hasta qué punto una genética histórica de la forma no es puramente un sucedáneo o un auxiliar para aquellos ámbitos del proyecto que, por insuficiencia transitoria de un método no pueden ser racionalmente abordados.

Vuelta a reconocer esta importancia de la historia, superada ya un aventurero intento de autonomía de la razón, ¿cómo enfrentar hoy día el estudio de la historia?

Ciertamente no es esta una cuestión sencilla de responder breve y sintéticamente. Intentemos, aun así, fijar y señalar algunas cuestiones significativas.

Previamente es necesario mencionar que, la historia y el conocimiento histórico de que estamos hablando, es aquel que se percibe por el arquitecto desde la perspectiva del proyecto. Este exige precisamente entender la historia desde esta perspectiva, la que supone el justo grado de codificación que entendiendo la forma como respuesta a una precisa articulación de pro­blemas y medios disponibles, admite que ésta en definitiva aparece como un «hecho», que nunca puede ser comprendida por completo desde sucesiones causales externas y que precisa ser estudiado y comprendido en sí mismo.

Las formas históricas dejan de aparecer entonces como puro resultado codificado o como pura disponibilidad a la manera de un medio de comunicación. Se perfila así de qué modo ellas representan una determinada opción, o punto de vista y se encuentran insertas dentro de un esfuerzo humano cohe­rente.

La historia enseña entonces más porque aclara la posición problemática en que un arquitecto se encuentra que por proporcionar un repertorio hecho de soluciones para situaciones repetidas. Cuan genérico o cuan único sea un hecho o un problema de arquitectura, es cuestión que sólo se aclara desde la historia.

Una aparición completa y equilibrada del plano problemático de la historia de la arquitectura, donde sean planteados con suficiente precisión desde los problemas del autor, a los de la obra y los del oficio se hace entonces indispensable.

En demasiadas oportunidades las historias de la arquitectura, especialmente algunas de las más recientes, utilizan a la arquitectura y a los arquitectos como meras ilustraciones de un discurso histórico más global, en que la utilidad que a la supuesta causa presten los ejemplos, adquiere más im­portancia que la concreta atención a los mismos.

En verdad resulta verdaderamente muy difícil acceder a textos de historia en que los problemas mensurales y constructivos de las obras sean tocados y éstas no sean simplemente tratadas como una colección de imágenes.

En definitiva es enfrentar los problemas de la historia desde el punto de vista de los problemas de generación y construcción de la forma: desde sus invariantes más fundamentales lo que más claramente interesa a un arquitecto. En este sentido, uno nunca agradecerá suficientemente el rigor concre­to de algunos antiguos textos de arqueología que por la precisión externa con que examinan los problemas de la forma han prestado un involuntario pero invaluable servicio a los arquitectos. Otro tanto puede decirse de al­gunos textos de historia del siglo pasado o comienzos de éste (el de Choisy por ejemplo) donde efectivamente el problema de la construcción de la for­ma comparece, al margen de la adopción de puntos de vista más o menos aca­démicos o aún, más o menos ingenieriles.

Lo que en definitiva quisiera plantear aquí, es que sólo situándonos frente a la historia desde el punto de vista del problema de proyecto, llegará la historia a constituir materia de proyecto.

Esta postura no involucra ni un desprecio por la historia como problema puramente cultural, ni por la manera en que la arquitectura transparenta valores o formas sociales de una época. Ambas perspectivas forman ya parte

de nuestro patrimonio cultural y disciplinar. Sólo pretende destacar el punto de vista específico desde el cual el resto de los factores se ordenan.

Enfrentados desde esta perspectiva que atiende cuidadosamente a los problemas de la forma y su lógica, en cuanto problemas de generación del proyec­to, los hechos arquitectónicos vuelven a adquirir vida, dejando de consti­tuir puramente materiales utilizables.

Una historia enfrentada y enseñada desde ese punto de vista, de seguro, resultará útil para un ejercicio de la profesión que no esté desvinculado de problemas culturales vigentes. Ello cobra una importancia todavía mayor hoy día, si se tiene en cuenta lo abigarrado del panorama conceptual y figurativo de la arquitectura.

Tal vea con ello, se abran también mayores posibilidades para lo que con justicia podríamos denominar una arquitectura del presente, en la que el reconocimiento de una autonomía disciplinar no signifique necesariamente el desconocer la fundamental dimensión útil de la arquitectura, relegándo­la al mundo de la especulación, cuando no de la moda.

Tal vez un conocimiento crítico, maduro y concreto de la historia contribuya a la afirmación de una arquitectura libre de complejos arqueológicos, clasicista o utópicos, pensando el presente como la dimensión desde la cual pasado y futuro se construyen.

 

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